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Desde entonces, cuando salía a caballo, iba yo constituido en una especie de comité individual para proteger los bienes públicos. Me temo que en un principio no intenté siquiera comprender el punto de vista de los niños. Cuando veía una hoguera entre los árboles, tanto me afligía el hecho, tanto deseaba hacer lo que correspondía, que hacía lo que no correspondía. Me acercaba hasta los niños, les advertía que se les podía encarcelar por encender fuego, les ordenaba que lo apagaran, con tono de mucha autoridad; y si se negaban los amenazaba con hacerlos detener. Yo descargaba mis sentimientos, sin pensar en los otros.
¿El resultado? Los niños obedecían, de mala gana y con resentimiento. Lo probable es que, una vez que me alejaba yo, volvieran a encender su hoguera, y con muchos deseos de incendiar el parque entero.
Al pasar los años creo haber adquirido un poco de conocimiento de las relaciones humanas, algo más de tacto, mayor tendencia a ver las cosas desde el punto de vista del prójimo. Así, pues, años más tarde, al ver una hoguera en el parque, ya no daba órdenes, sino que me acercaba a decir algo como esto:
¿Se están divirtiendo, muchachos? ¿Qué van a hacer de comida? Cuando yo era niño, también me gustaba hacer hogueras como esta, y todavía me gusta. Pero ya saben ustedes que son peligrosos los fuegos en el parque. Yo sé que ustedes no quieren hacer daño; pero hay otros menos cuidadosos. Llegan y los ven junto a la hoguera, se entusiasman y encienden otra, y no la apagan cuando se marchan, y se propaga a las hojas secas y mata los árboles. Si no ponemos un poco más de cuidado no nos quedarán árboles en el parque. Ustedes podrían ir a la cárcel por lo que hacen, pero yo no quiero hacerme el mandón y privarlos de este placer. Lo que me gusta es ver que se divierten, pero, ¿por qué no quitan las hojas secas alrededor del fuego? Y cuando se marchen, tendrán cuidado de tapar las brasas con mucha tierra, ¿verdad? La próxima vez que quieran divertirse, ¿por qué no encienden el fuego allá en el arenal? Allá no hay peligro alguno... Gracias, muchachos. Que se diviertan. ¡Qué diferencia notaba cuando hablaba así! Conseguía que los niños quisieran cooperar. Nada de asperezas ni de resentimientos. No les obligaba a obedecer mis órdenes.