Cyrano de Bergerac (Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol) Libros Clásicos

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son eterna noche; de los cinco sentidos no puedo usar más que dos: el
tacto y el olfato. Uno ha de servirme para poder palpar mi encierro, otro
para percibir sus olores. Verdaderamente os confieso que, me creería un
condenado si no supiese que los inocentes no tienen cabida en el
infierno».
Al oírme pronunciar la palabra inocente, mi carcelero se echó a reír:
«A fe mía -dijo- que no lo dudo, y ello me asegura que sois un buen
pájaro. Porque yo nunca he tenido en mis manos más que inocentes». Después
de otras cortesías por el estilo, el buen hombre empezó a registrarme, sin
que yo supiese con qué propósito lo hacía; pero por la diligencia que
empleó en ello sospecho si sería por mi bien. Como estos registros
resultasen inútiles porque durante la batalla de Diabolas yo había dejado
resbalar mi dinero desde mis bolsillo hasta las calzas, y como al cabo de
una anatomía muy escrupulosa, mi carcelero se encontrase con las manos tan
vacías como antes del registro, faltó poco para que yo muriese de temor y
él del dolor de su desengaño. «¡Diantre! -exclamó él con la espuma en la
boca: -Ahora acabo de convencerme de que sois un hechicero. Sois más
bribón que el mismo Demonio. ¡Andad, andad, amigo mío, ya podéis poneros a
pensar en hora buena en vuestra conciencia!» Apenas hubo dicho estas
razones cuando oí yo el repiqueteo de un manojo de llaves, entre las
cuales buscaba la de mi calabozo. Estaba él vuelto de espaldas, y
aprovechando esta circunstancia y con el miedo de que tomase venganza
sobre mí de la mala suerte de su registro, saqué diestramente de mi calza
tres escudos y le dije: «Señor carcelero, he aquí un escudo; os suplico
que me traigáis algo de comer, porque no lo he hecho en once horas».

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