El buen Duende y la Princesa (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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-¿Y qué haces para tener mejillas tan rosadas?
-Como pan negro y leche, señora Reina.
-¿Y cómo es que una niña solitaria como tú está tan contenta y es tan buena?
-Mi padre cuida de mí, y mi mamá, que está en el cielo, me hace buena, señora Reina.
Cuándo Betty dijo esto, la Reina la atrajo hacia sí, como si su tierno corazón compade­ciera á la niña sin madre y anhelara ayudarla de alguna manera. En ese momento se oyó un redoble de cascos en el patió de abajo, sonaron las trompetas, y todos se enteraron de que el Rey acababa de volver de cazar. Poco después, con tintineo de espuelas y taconeo de botas, apareció en la terraza seguido de algunos nobles.
Todos se inclinaron salvo la Reina, que permaneció sentada con la Princesa en las rodi­llas, pues Bonnibelle no corrió al encuentro de su padre como lo hacía siempre Betty, cada vez que el suyo volvía á casa. Betty supuso que temería al Rey, y ella también le habría te-mido, quizás, de haber estado ataviado con su capa de armiño, su corona y sus joyas, pero ahora estaba vestido de modo muy semejante á su propio padre, con traje de cazador, un cuerno de plata al hombro y ninguna señal de esplendor, excepto una pluma en el sombrero y un gran anillo que relucía cuándo se quitó el guante para besar la mano de la Reina; de manera que Betty sonrió y le hizo una reverencia sin quitarle la vista de la cara.
A él le agradó esto, y como la conocía por haberla visto a menudo durante sus travesías por el bosque, le dijo:
-Acércate, Duende; te contaré algo que te gustará escuchar -y sentándose junto á la Reina, hizo señas á Betty con una amistosa inclinación de cabeza.
Ella obedeció y se detuvo junto á sus rodillas, -dispuesta a escuchar, mientras damas y caballeros se adelantaban para hacer lo mismo, pues era evidente que aquel día había ocurrido algo más que la caza de un ciervo.
-Hace dos horas cazaba en el gran bosque de robles, y me había arrodillado para apuntar á un espléndido ciervo, cuándo un jabalí salvaje, enorme y furioso, surgió de los helechos á mi espalda en el instante en que yo hacía fuego -comenzó el Rey, mientras acariciaba la cabeza de Betty-.

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