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-¿Y qué haces para tener mejillas tan rosadas?
-Como pan negro y leche, señora Reina.
-¿Y cómo es que una niña solitaria como tú está tan contenta y es tan buena?
-Mi padre cuida de mí, y mi mamá, que está en el cielo, me hace buena, señora Reina.
Cuándo Betty dijo esto, la Reina la atrajo hacia sí, como si su tierno corazón compadeciera á la niña sin madre y anhelara ayudarla de alguna manera. En ese momento se oyó un redoble de cascos en el patió de abajo, sonaron las trompetas, y todos se enteraron de que el Rey acababa de volver de cazar. Poco después, con tintineo de espuelas y taconeo de botas, apareció en la terraza seguido de algunos nobles.
Todos se inclinaron salvo la Reina, que permaneció sentada con la Princesa en las rodillas, pues Bonnibelle no corrió al encuentro de su padre como lo hacía siempre Betty, cada vez que el suyo volvía á casa. Betty supuso que temería al Rey, y ella también le habría te-mido, quizás, de haber estado ataviado con su capa de armiño, su corona y sus joyas, pero ahora estaba vestido de modo muy semejante á su propio padre, con traje de cazador, un cuerno de plata al hombro y ninguna señal de esplendor, excepto una pluma en el sombrero y un gran anillo que relucía cuándo se quitó el guante para besar la mano de la Reina; de manera que Betty sonrió y le hizo una reverencia sin quitarle la vista de la cara.
A él le agradó esto, y como la conocía por haberla visto a menudo durante sus travesías por el bosque, le dijo:
-Acércate, Duende; te contaré algo que te gustará escuchar -y sentándose junto á la Reina, hizo señas á Betty con una amistosa inclinación de cabeza.
Ella obedeció y se detuvo junto á sus rodillas, -dispuesta a escuchar, mientras damas y caballeros se adelantaban para hacer lo mismo, pues era evidente que aquel día había ocurrido algo más que la caza de un ciervo.
-Hace dos horas cazaba en el gran bosque de robles, y me había arrodillado para apuntar á un espléndido ciervo, cuándo un jabalí salvaje, enorme y furioso, surgió de los helechos á mi espalda en el instante en que yo hacía fuego -comenzó el Rey, mientras acariciaba la cabeza de Betty-.