Los Muchachos de Jo (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Erato se paseaba por el jardín con su amante, y Febo estaba en la sala de conciertos ensayando un coro.
Nuestro antiguo amigo Laurie era ya un Apolo bastante moderno, pero tan guapo y genial como antes; porque el tiempo había transformado al alegre joven en hombre reposado y distinguido. Los cuidados y aflicciones por un lado, y el bienestar y la felicidad por otro, habían influido poderosamente para que se realizara en él este cambio, así como la responsabilidad de cumplir fielmente la última voluntad de su abuelo. La prosperidad sienta bien a ciertas personas que florecen mejor con los rayos del sol; otras, en cambio, necesitan la sombra, y son más dulces y delicadas al recibir el contacto de la brisa helada. Laurie pertenecía a las primeras, y Amy a las segundas; su vida había sido, desde que se casaron, una especie de poema, no sólo por lo armonioso y feliz, sino por su incesante anhelo de ser útiles a la humanidad, empleando con acierto y saber sus riquezas.
Su casa estaba llena de comodidad, de belleza sin ostentación, donde los aficionados al arte de ambos sexos, y de toda clase, encontraban dónde instruirse. Laurie era ya maestro consumado en música, y generoso patrón de las clases de la sociedad que más deseaba él ayudar. Amy, por otro lado, tenía también sus protegidos entre los jóvenes de aspiraciones en la pintura y escultura, y cada día le gustaba más su arte, a medida que iba creciendo su hija, que despuntaba también en las aficiones maternas.
Sus hermanas ya sabían dónde la encontrarían, así es que Jo se dirigió en seguida al estudio donde madre e hija trabajaban sin levantar cabeza. Bess andaba atareadísima con un busto de un niño, mientras que su madre estaba dando la última mano a la cabeza de su marido. El tiempo no había hecho mella en Amy; al contrario, había ganado mucho, porque redondeó su formas, embelleciéndola más y completando su instrucción artística. Hoy estaba fuerte, hermosota; elegantísima en medio de su gran sencillez en el vestir y en saber llevar los vestidos; hasta el extremo que algunos decían al verla: "No sabemos si lo que la señora Laurence lleva puesto vale mucho o poco, pero sí afirmamos que es la más elegante del salón".
Amy adoraba a su hija, y la verdad es que la muchacha lo merecía; porque, además, de ser una figura angelical, era un modelo de aplicación y de obediencia.

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