Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Cada dos o tres semanas se encerraba Jo en su cuarto, se ponía el "traje de escribir" y "caía en trance", como ella decía, escribiendo su novela con alma y vida, pues hasta que no había terminado el ataque no le era posible quedarse en paz. Su "traje de escribir" consistía en un delantal de lana negra en el que podía limpiar la pluma cuantas veces quisiera sin que se notase y una cofia del mismo material, adornada con un alegre moño rojo, en la cual podía esconder todo el pelo cuando estaba dispuesta para la acción. Aquella gorra era como una señal para los ojos inquisidores de la familia, que durante aquellos períodos se mantenía a prudente distancia, limitándose a meter de cuando en cuando la cabeza en el altillo para preguntar con interés: "¿Qué tal, Jo, arde o no el genio?" No siempre se aventuraban siquiera a hacer esa pregunta, sino que observaban la gorra y sacaban de ahí sus conclusiones. Si aquella expresiva prenda estaba bien metida sobre la frente era señal de que el trabajo marchaba; en los momentos de gran excitación
adquiría un ángulo audaz, y cuando la desesperación hacía presa de la autora era arrancada completamente y arrojada al suelo. En tales ocasiones el intruso optaba por retirarse en silencio y hasta que el moño no se veía de nuevo alzado alegremente sobre la talentosa frente, nadie se atrevía a dirigirse a Jo.
No vaya a pensarse que la muchacha se creía un genio. De ninguna manera, pero cuando le daba el acceso de escribir debía abandonarse a él por completo, y vivía feliz ese momento, olvidada de toda necesidad y de toda preocupación, en el bueno o en el mal tiempo, viviendo en un mundo imaginario lleno de amigos casi tan reales y queridos para ella como los de carne y hueso. El sueño huía de sus ojos, las comidas permanecían intactas, el día y la noche eran demasiado breves para disfrutar la felicidad que la bendecía únicamente en esas horas y le daban valor, ya que la vida era entonces digna de ser vivida aunque no sacara de ellos ningún otro fruto. El estro divino duraba generalmente una semana o dos, y cuando salía del "trance" reaparecía famélica, muerta de sueño, enojada o desalentada, según el caso.
Se recobraba precisamente de uno de esos ataques cuando alguien la convenció para que acompañara a la señorita de Crocker a una conferencia, y como premio de ese acto virtuoso fue inspirada con una idea nueva.

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