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En innumerables deliberaciones, a la derecha y a la izquierda del Rin, se discuten y se analizan espinosas cuestiones doctorales parecidas a ésta: ¿qué nombre debe ser mencionado en primer lugar en el contrato de matrimonio, el de la emperatriz de Austria o el del rey de Francia? ¿Quién debe firmar primero? ¿Qué regalos deben ser cambiados? ¿Qué dote debe ser estipulada? ¿Quién acompañará a la novia? ¿Quién tiene que recibirla? ¿Cuántos caballeros, damas de honor, militares, guardias de a caballo, primeras y segundas camareras, peluqueros, confesores, médicos, escribientes, secretarios de corte y lavanderas deben figurar en el cortejo nupcial que acompaña hasta la frontera a una archiduquesa austríaca, y cuántos deben ir después en el cortejo de una heredera del trono de Francia desde la frontera hasta Versalles? Mientras que las pelucas de uno y otro lado están aún muy lejos de encontrarse de acuerdo acerca de las líneas fundamentales de es tas esenciales cuestiones, luchan ya, por su parte, en ambas cortes, como si se tratara de las llaves del paraíso, los caballeros y sus damas, por el honor de acompañar o recibir el cortejo nupcial, defendiendo cada cual sus pretensiones con todo un archi vo de códices de pergamino; y, aunque los maestros de ceremonias trabajan como galeotes, no pueden, en el espacio de todo un año. terminar plenamente con las importantísimas cuestiones de la precedencia y de la admisión en la corte: en el último momento, por ejemplo, se borra del programa la representación de la nobleza alsaciana, «para dejar a un lado complicadas cuestiones de etiqueta que ya no hay tiempo de resolver». Y si una orden real no hubiera establecido la fecha de una manera totalmente determinada, los guardianes del protocolo, austríacos y franceses, no estarían aún de acuerdo, en el día de hoy, sobre la forma «exacta» de celebrar el matrimonio, y no habría una reina María Antonieta, ni acaso tampoco una Revolución francesa.
Por una y otra parte, aunque tanto Francia como Austria tengan apremiante necesidad de economías, se despliega para la boda la más extraordinaria pompa y esplendor. Los Habsburgos no quieren quedar por debajo de los Borbones, y los Borbones no quieren quedar por debajo de los Habsburgos. El palacio de la Embajada francesa en Viena resulta demasiado pequeño para mil quinientos invitados; centenares de trabajadores erigen a toda prisa edificaciones accesorias; al propio tiempo, en Versalles se dispone para las fiestas de la boda una sala especial de teatro. Para los proveedores de corte, para los sastres, joyeros, constructores de carrozas, llegan, en uno y otro sitio, muy dichosos tiempos. Sólo para ir en busca de la princesa encarga Luis XV al proveedor de la corte. Francien, de París, dos coches de viaje de una magnificencia nunca vista hasta entonces: de maderas finas y lunas centelleantes, el interior tapizado de terciopelo.