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Desde el momento en que María Antonieta llega a ser delfina de Francia, sólo le es lícito envolverse en telas de procedencia francesa. Es así como la joven de catorce años, en la antecámara austríaca, delante de todo el acompañamiento de su país, tiene que desnudarse por completo; en cueros vivos, brilla durante un momento, en el oscuro recinto, el delicado y apenas florecido cuerpo de la muchacha; después le imponen una camisa de seda francesa, enaguas de París, medias de Lyon, zapatos del zapatero de la corte, encajes y lazos; no le es dado conservar ningún recuerdo querido, ni un anillo, ni una cruz; ¿no se vendría abajo el mundo de la etiqueta si la niña guardara un solo broche o una cinta que le gustara? Ni uno solo de los rostros familiares para ella desde siempre, será, desde ahora, lícito que vuelva a ser visto a su lado por la princesita. ¿Es, pues, milagro, sabiendo todo esto, que, lanzada tan de repente en la existencia extranjera, la muchachilla, espantada de toda esta pompa y vanas ceremonias, rompa a llorar como una niña? Pero al punto tiene que volver a hacerse dueña de sí, porque los transportes de sensibilidad no son admisibles en un matrimonio político; al lado, en la otra sala, espera ya el acompañamiento francés, y sería vergonzoso acercarse a este nuevo séquito con húmedos ojos enrojecidos y llena de espanto. El jefe de la comisión austrlaca, el conde de Starhemberg, le tiende la mano para dar el paso decisivo, y, vestida a la francesa, seguida por última vez por su séquito austríaco, austríaca también ella por dos últimos minutos, penetra en la sala de la entrega, donde, con gran pompa y suntuosidad, la espera la delegación borbónica. El representante de Luis XV pronuncia un solemne discurso, y se da lectura al protocolo; después -todo el mundo retiene el alientoda comienzo la gran ceremonia. Está concertada paso a paso, como si se tratase de bailar un minué, y ha sido ensayada y aprendida antes por los que participan en ella. La mesa en medio del recinto representa simbólicamente la frontera. De un lado están los austríacos; del otro, lo s franceses. Primeramente, el representante austríaco, conde de Starhemberg, deja libre la mano de María Antonieta; en su lugar, se apodera de ella el representante francés, y con paso solemne conduce lentamente a la trémula doncella alrededor de la mesa. Mientras ocurre esto, en minutos bien calculados, se retira lentamente, andando de espaldas hacia la puerta de entrada, el séquito austríaco, al mismo compás con el cual la suite francesa avanza hacia la futura reina, en forma que, justamente en el momento en que María Antonieta se halla en medio de su nueva corte francesa, la austríaca ha abandonado ya la sala.