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LA PRESIDENTA DE TOURVEL AL VIZCONDE DE VALMONT
Muy señor mío: Sin duda no hubiera visto usted carta mía, si la conducta necia que tuve anoche, no me forzase hoy, a entrar en explicaciones. Sí, señor, he llorado, lo confieso; puede ser también que se me hayan escapado las dos palabras que tiene usted tanto cuidado de citarme. Todo lo ha notado usted, las lágrimas y las palabras. Es necesario, pues, explicarlo todo. Acostumbrada a no inspirar sino sentimientos honrados, a no oír sino discursos que pueda escuchar sin sonrojarme, a gozar, por consiguiente, de una seguridad que me atrevo a decir que merezco, no puedo ni disimular ni impedir las impresiones que siento. La admiración y perplejidad en que me pone el proceder de usted, yo no sé qué temor inspirado por un situación en que creí no haber tenido que hallarme jamás; tal ve la idea repugnante de verme confundida con las mujeres que usted desprecia y tratada tan ligeramente como ellas, todas estas causas reunidas han provocado el llanto que ha visto usted y han podido hacerme decir (creo que con razón) que era desdichada. Esta expresión que halla usted tan fuerte, sería, seguro, demasiado débil aún, si mis lágrimas y mis palabras hubiesen provenido de otro motivo. Si en vez de desaprobar unos sentimientos que deben ofenderme, hubiese temido el acogerlos. No, señor, no tengo este miedo; y si lo tuviese huiría cien leguas de usted; iría a llorar a un desierto la desgracia de haberlo conocido. Acaso, a pesar de la certeza que tengo de que no le amo y de que no le amaré nunca, hubiera hecho mejor en seguir los consejos de mis amigos y no haberlo dejado acercarse jamas a mí. He creído, éste es mi único yerro, que usted respetaría a una mujer honrada, que no deseaba sino ver en usted la misma calidad y hacerle justicia, que lo defendía cuando la ultrajaba ya con sus intenciones criminales. No me conoce usted, no señor, no me conoce. De otro modo no hubiera creído poder fundar sus pretendidos derechos en sus mismas faltas: porque usted me ha dicho proposiciones que yo no debía haber escuchado. No se hubiera creído autorizado a escribir una carta que yo no debía leer; y ahora me pide que yo guíe su conducta y dicte sus discursos. Pues bien el silencio y el olvido son los consejos que me cumple dar a usted y a usted el seguirlos.