La peste escarlata (Jack London) Libros Clásicos

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Tenía
veintisiete años. Vivía en Berkeley, que era en la bahía de San Francisco,
en el lado que queda enfrente de la cuidad. ¿Recuerdas, Edwin, esas casas
grandes de piedra que nos encontramos un día en esa dirección... hacia
allí? Yo vivía allí, en una de esas casas de piedra. Era profesor de
literatura inglesa.
Buena parte de ese discurso desbordaba en entendimiento de los jovencitos.
Pero se esforzaban por comprender cuanto podían, aunque difusamente, de
este relato del pasado.
--¿Qué hacía en esas casas? -preguntó Cara de Liebre.
--tu padre, lo recordarás, te enseño a nadar...
Cara de Liebre hizo signo afirmativo.
--¡Pues bien! En la Universidad de California (así se llamaban esas casas)
se enseñaba a los jóvenes y las jóvenes toda clase de cosas. Se les
enseñaba a pensar a ilustrar la mente. Del mismo modo que yo acabo de
enseñaros, por medio de la arena, las piedras, los dientes y las conchas,
a calcular cuántos habitantes tenía entonces la tierra. Había mucho que
enseñar. A los jóvenes se les llamaba "estudiantes". Había grandes salas,
y en ellas yo y los demás profesores dábamos lecciones. Yo hablaba a
cuarenta y cinco oyentes al mismo tiempo, igual que yo os hablo a los tres
a vez. Les hablaba de los libros que habían escrito los hombres que habían
vivido antes que ellos, y a veces también de los libros escritos en
aquella misma época.
--¿Yeso era todo lo que hacían? -preguntó Hu-Hu--. ¿Hablar, hablar y
hablar, y nada más? ¿Quién cazaba para tener carne? ¿Quién ordeñaba las
cabras? ¿Quién pesaba los peces?
--¡Muy bien, Hu-Hu! Me haces una pregunta muy juiciosa. Pues bien, los
alimentos, tal como te he dicho, eran pese a toco muy abundantes. Porque
éramos hombres muy sabios. Algunos se ocupaban especialmente de los
alimentos, y, mientras, los demás se ocupaban de otras cosas. Yo hablaba,
hablaba incesantemente. Y, a cambio de ello, me daban de comer.

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