La peste escarlata (Jack London) Libros Clásicos

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Claro que sí. Crees en los muertos que andan. Y nunca ha visto pasearse a
ninguno...
--¡Sí! ¡Sí! -protestó Cara de Liebre--. El invierno pasado vi vagar a
varios, cuando fui con papá a cazar lobos.
--Bueno, lo admito -concedió Edwin--. Pero no me negarás que escupes en el
agua cada vez que cruzas un río o un torrente.
--¡Claro! Es para alejar la mala suerte.
--Entonces, ¿crees en la mala suerte?
--Desde luego.
--¿Puedes decirme si has visto alguna vez a la mala suerte? -concluyó
Edwin, victoriosamente--. Nunca y en ninguna parte, ¿verdad? Así, pues
eres igual que el abuelo con sus gérmenes. Crees en cosas que no ves...
Sigue, abuelo.
Cara de Liebre sencillamente humillado por este razonamiento falaz, quedó
cabizbajo y no contestó nada.
El abuelo volvió a tomar la palabra. Otras muchas veces se vio
interrumpido por las preguntas de los niños, que se arrojaban los unos a
los otros las dudas y sus objeciones mientras se esforzaban por seguir al
abuelo en aquel mundo desaparecido que les era desconocido. Pero con el
objeto de aligerar este relato, no imitaremos a los niños y no le
interrumpiremos con las reflexiones de estos.
--La muerte escarlata -contaba el abuelo-apareció cierto día en San
Francisco. La primera defunción, lo recuerdo todavía, tuvo lugar un lunes
por la mañana. El día siguiente, martes, la gente caía como moscas en San
Francisco y en Oakland.
>>Morían por todas partes. En la cama, en el trabajo, en la calle. El
jueves fui por primera vez testigo de una de estas muertes fulgurantes. La
señorita Collbran, una de mis alumnas, estaba sentada frente a mí en el
aula. Mientras yo hablaba, observé de pronto que su cara se ponía color
escarlata.
>>Dejé de hablar y la miré fijamente. Todos los demás alumnos me imitaron;
ya sabíamos que, en aquel momento, el terrible azote se había introducido
entre nosotros. Las muchachas, despavoridas, huyeron gritando del aula,

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