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Capítulo III
Marcha de Pizarro al interior.- Hace prisionero al inca Atahualpa.-
Proceso y muerte de este príncipe.
Gracias a esta disensión entre los dos hermanos, los españoles
llegaron hasta treinta leguas tierra adentro, sin que nadie intentase
detenerlos. Pizarro no sabía cómo explicarse la apatía de los indígenas,
cuando llegaron a él mensajeros enviados por Huáscar implorando la
asistencia de los extranjeros contra el usurpador. El general comprendió
en seguida toda la importancia de este paso, y previó las ventajas todas
que podría sacar de la guerra civil que destrozaba el país. Determinó en
su consecuencia avanzar mientras que la discordia ponía a los peruanos en
la imposibilidad de atacarle con todas sus fuerzas, esperando que tomando
la defensa de uno o otro de los competidores, según las circunstancias,
lograría más fácilmente destruir a los dos.
No podía sin embargo disponer de toda su gente: debía dejar en San
Miguel una guarnición capaz de defender este puesto, tan importante [60]
como plaza de retirada y como puerto, donde debían llegar los refuerzos
que aguardaba de Panamá. En su consecuencia dejó en él cincuenta y cinco
hombres, y partió el 24 de septiembre al frente de sesenta y dos caballos
y ciento dos peones, de los cuales había veinte armados de arcabuces y
tres de mosquetes, llevando además sus dos cañones.
Entretanto Atahualpa hallábase acampado en Caxamalca, ciudad situada
a unas doce jornadas de marcha de San Miguel. Aunque sabía que el ejército
enemigo era muy numeroso, Pizarro avanzó con el mayor denuedo. Poco había
andado aún, cuando se presentó a él un enviado del inca con un rico
presente de parte de este príncipe, convidándole con su amistad e
invitándole a pasar a Caxamalca. Acordándose entonces Pizarro de las
medidas políticas adoptadas por Cortés en iguales circunstancias, recibió
al enviado con la mayor benevolencia; diose él mismo por embajador de un
príncipe poderoso, y declaró que iba con la intención de ofrecer a
Atahualpa su auxilio contra los facciosos que le disputaban la corona.
Esta declaración logró disipar los recelos y temores de los peruanos,
los cuales, como los demás pueblos de la América, habían concebido las más
vivas inquietudes desde la primera aparición de los extranjeros.