Middlemarch, Un estudio de la vida de las Provincias (George Eliot) Libros Clásicos

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Estaba segura de que habría aceptado al juicioso Hooker (4) de haber nacido a tiempo de salvarle de aquel desdichado error que cometió con el matrimonio; o a John Milton, cuando le sobrevino la ceguera; o a cualquiera de esos grandes hombres cuyas rarezas hubieran significado un glorioso acto de piedad el soportar. Pero, ¿cómo iba a considerar como pretendiente suyo a un apuesto y agradable baronet que respondía «en efecto» a sus comentarios aun cuando ella se expresara con incertidumbre? El matrimonio verdaderamente maravilloso tenía por fuerza que ser aquel en el que el esposo era una especia de padre que pudiera enseñarte incluso hebreo, si así lo deseabas.

Estas excentricidades del carácter de Dorothea eran la causa de que las familias vecinas culparan tanto más al señor Brooke por no proporcionarles a sus sobrinas alguna mujer madura que les sirviera de compañía y guía.

(4) Richard Hooker (1554-1600), teólogo inglés, defensor en sus escritos de la Iglesia Anglicana.
Pero él mismo temía tanto al tipo de mujer altiva que estaría dispuesta a aceptar el trabajo que se dejaba disuadir por las pegas que Dorothea le ponía, y en este caso era lo bastante valiente como para enfrentarse al mundo, es decir, a la señora Cadwallader, la esposa del rector, y al pequeño grupo de hacendados con quienes se relacionaba en la esquina noreste de Loamshire. Así pues, la señorita Brooke presidía la casa de su tío, sin que le disgustara lo más mínimo su nueva autoridad y el respeto que conllevaba.

Sir James Chettam cenaba hoy en Tipton Grange con otro caballero a quien las jóvenes no habían visto antes y acerca del cual Dorothea sentía una venerante expectación. Se trataba del reverendo Edward Casaubon, considerado en el condado como hombre de profundo saber y dedicado desde hacía años a una gran obra relativa a la historia de la religión; se le suponía, asimismo, hombre de riqueza bastante para realzar su piedad, y de opiniones personales propias, las cuales quedarían clarificadas con la publicación de su libro. Su mismo nombre conllevaba un estremecimiento apenas inteligible sin una cronología precisa del saber.

Dorothea había regresado no muy entrado el día del parvulario que había puesto en marcha en el pueblo y estaba sentada en su lugar acostumbrado en el acogedor cuarto de estar que separaba los dormitorios de las hermanas, empeñada en terminar los planos de unas edificaciones (tipo de trabajo que la deleitaba), cuando Celia, que había estado observándola con el deseo titubeante de proponerle algo, dijo:

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