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.. sí, podía llamarla broma..., gracias a su broma, no hubo nada criminal en ella..., estaba salvado. Ahora era un hombre muy rico. No tenía la menor preocupación a este respecto, ya que la señora Harter no ocultó nunca sus intenciones.
Isabel vino a sacarle de sus pensamientos anunciándole que el señor Hopkinson estaba allí y deseaba verle.
Qué oportuno, pensó Carlos, y conteniendo su impulso de ponerse a silbar, procuró que su rostro adoptara una expresión grave y bajó a la biblioteca. Una vez allí se dispuso a saludar al anciano que por espacio de un cuarto de siglo había sido el consejero legal de la difunta señora Harter.
El abogado tomó asiento tras la invitación de Carlos, y carraspeando ligeramente pasó a tratar de negocios.
-No entiendo del todo la carta que me ha enviado usted, señor Ridgeway. Parece dar por hecho que el testamento de la señora Harter, que en paz descanse, obra en nuestro poder.
Carlos le miró extrañado.
-Pues claro... se lo oí decir a mi tía.
-¡Oh! Claro, claro. Es que, efectivamente, lo teníamos nosotros.
-¿Que lo tenían?
-Eso es lo que he dicho. La señora Harter nos escribió el martes pasado diciéndonos que se lo enviáramos.
Carlos sintió una vaga inquietud y al mismo tiempo el presentimiento de algo desagradable.
-Sin duda aparecerá entre sus papeles -continuó el abogado con acento tranquilizador.
Carlos nada dijo. No se atrevía a confiar en su lengua. Él ya había revisado todos los papeles de la señora Harter a conciencia y estaba seguro de que el testamento no se encontraba entre ellos. Y así lo dijo al cabo de unos instantes cuando se hubo recobrado lo suficiente. Su voz le sonaba extraña y sentía la sensación de que arrojaban agua fría por su espalda.
-¿Ha tocado alguien sus cosas? -preguntó el abogado.
Carlos contestó que Isabel, la doncella, y el señor Hopkinson pidió que la mandaran llamar. Acudió prontamente muy grave y erguida, dispuesta a contestar a todas las preguntas que le hicieran.
Había revisado todos los vestidos de su ama y efectos personales y estaba segura de que entre ellos no vio ningún documento legal semejante a un testamento. Sabía bien lo que era un testamento... su pobre ama lo tenía en la mano la misma mañana de su muerte.