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En el suelo, encima de un fétido charco de líquido purulento entre amarillento y verdoso y de una viscosidad bituminosa, yacía medio recostado un ser de casi nueve pies de estatura, al que el perro había desgarrado toda la ropa y algunos trozos de la piel. Aún no había muerto. Se retorcía en medio de silenciosos espasmos, al tiempo que su pecho jadeaba al abominable compás de los estridentes chirridos de las chotacabras que, expectantes, oteaban desde fuera de la sala. Esparcidos por toda la estancia podían verse trozos de piel de zapato y jirones de ropa, y junto a la ventana se veía una mochila de lona vacía que debió arrojar allí aquel gigantesco ser. Junto al pupitre central había un revólver en el suelo, con un cartucho percutido pero sin pólvora que posteriormente serviría para explicar por qué no había sido disparado. No obstante, aquel ser que yacía en el suelo eclipsó un momento cualquier otra imagen que pudiera haber en la estancia.
Sería harto trillado y no del todo cierto decir que ninguna pluma humana podría describirlo, pero ya sería menos erróneo decir que no podría visualizarse gráficamente por nadie cuyas ideas acerca de la fisonomía y el perfil en general estuviesen demasiado apegadas a las formas de vida existentes en nuestro planeta y a las tres dimensiones conocidas. No cabía duda de que en parte se trataba de una criatura humana, con manos y cabeza de hombre, en tanto su rostro chotuno y sin mentón llevaba el inconfundible sello de los Whateley. Pero el torso y las extremidades inferiores tenían una forma teratológicamente monstruosa. Sólo gracias a una holgada indumentaria pudo aquel ser andar sobre la tierra sin ser molestado o erradicado de su superficie.
Por encima de la cintura era un ser cuasiantropomórfico, aunque el pecho, sobre el que aún se hallaban posadas las desgarradoras patas del perro, tenía el correoso y reticulado pellejo de un cocodrilo o un lagarto. La espalda tenía un color moteado, entre amarillo y negro, y recordaba vagamente la escamosa piel de ciertas especies de serpientes. Pero, con diferencia, lo más monstruoso de todo el cuerpo era la parte inferior. A partir de la cintura desaparecía toda semejanza con el cuerpo humano y comenzaba la más desenfrenada fantasía que cabe imaginarse. La piel estaba recubierta de un frondoso y áspero pelaje negro, y del abdomen brotaban un montón de largos tentáculos, entre grises y verdosos, de los que sobresalían fláccidamente unas ventosas rojas que hacían las veces de boca.