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corrían tras ellos y no estaban ya más que a doscientos pasos.
-¡Echa las dos escopetas! -exclamó el doctor.
-No será sin haberlas descargado -respondió el cazador.
Y cuatro disparos sucesivos hicieron morder el suelo a cuatro talibas, que cayeron entre
los frenéticos gritos de la horda.
El Victoria se levantó de nuevo, dando saltos enormes, como una inmensa pelota que
bota en el suelo.
¡Extraño espectáculo el que ofrecían aquellos desdichados intentando huir a pasos de
gigante, y que, a semejanza de Anteo, parecia que recobraban fuerzas al llegar a tierra!
Pero aquella situación no podía prolongarse incesantemente. Era casi mediodía. El
Victoria se agotaba, se vaciaba, se alargaba; su envoltura se tornaba fofa y ondulante; los
pliegues del tafetán rechinaban al rozar unos con otros.
-¡El Cielo nos abandona! -dijo Kennedy-. ¡Vamos a caer!
Joe no respondió, no hacía más que mirar a su señor.
-¡No! -dijo éste-. Aún podemos desprendernos de más de ciento cincuenta libras.
-¿Dónde están? -preguntó Kennedy, pensando que el doctor se había vuelto loco.
-¡La barquilla! -respondió éste-. Colguémonos de la red. Las mallas nos sostendrán y
llegaremos al río. ¡Pronto! ¡Pronto!
Y aquellos hombres audaces no vacilaron en intentar semejante medio de salvación. Se
colgaron de las mallas de la red, tal como había indicado el doctor, y Joe, sosteniéndose
con una mano, cortó con la otra las cuerdas de la barquilla, la cual cayó en el momento
preciso en que el aeróstato iba a desplomarse definitivamente.
-¡Hurra! ¡Hurra! -exclamó, mientras el globo, sin lastre alguno, ascendía a trescientos
pies de altura.
Los talibas espoleaban a sus caballos, que barrían el suelo con los cascos; pero el
Victoria, encontrando un viento más activo, les tomó la delantera y avanzó rápidamente
hacia una colina que cerraba el horizonte al oeste. Fue una circunstancia favorable para
los viajeros, porque pudieron pasar al otro lado de la colina, mientras que la horda de
Al-Hadjí se vio obligada a dar un rodeo por el norte para salvar el obstáculo.
Los tres compañeros se sostenían agarrados de la red, que habían podido atar por
debajo, de suerte que formaba una especie de bolsa flotante.
De repente, después de haber pasado la colina, el doctor exclamó:
-¡El río! ¡El río! ¡El Senegal!
En efecto, a una distancia de dos millas fluía una extensa corriente de agua.