Una ciudad flotante (Julio Verne) Libros Clásicos

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banquero cantando los golpes, las imprecaciones de los que perdían, el retintín del oro, el
crujir de los billetes de Banco. A lo mejor reinaba profundo silencio, pasado el cual,
aumentaban en intensidad y número los gritos.
Tengo horror al juego, por cuyo motivo apenas me eran conocidos los abonados del
smoking-room. El juego es un placer siempre grosero, a veces malsano. El hombre ata-
cado de esta enfermedad no puede menos de padecer otras. Es un vicio que nunca va
solo. La sociedad de los jugadores, mezclada siempre a todas las sociedades, no me
agrada. Allí dominaba Harry Drake, en medio de sus secuaces. Allí preludiaban su vida
de aventuras algunos vagos que iban a América a hacer fortuna. Como yo evitaba
siempre el contacto de aquella gentuza, pasé por delante de la puerta, sin intención de
entrar, cuando me detuvo un tumulto de gritos e injurias. Escuché, y con grande asombro
mío, creí reconocer la voz de Fabián. ¿Qué hacía allá? ¿Iba a buscar a su enemigo?
¿Estaba a punto de estallar la tan temida catástrofe?
Empujé con fuerza la puerta. El alboroto estaba en su apogeo. Entre el montón de
jugadores, vi a Fabián que estaba en pie, frente a Harry Drake, en pie también. Sin duda
Drake acababa de insultar groseramente a Fabián, porque la mano de éste se levantó y, si
no cruzó la cara de su adversario, fue porque Corsican se interpuso, deteniéndole con
rápido ademán.
Pero Fabián, dirigiéndose a Drake, le dijo con acento fríamente burlón:
-¿Dais el bofetón por recibido?
-Sí -respondió Drake-. ¡Aquí está mi tarjeta!
La inevitable fatalidad había puesto frente a frente a aquellos dos mortales enemigos.
Ya era tarde para separarlos. Las cosas debían seguir su curso. Corsican me miró: sus
ojos en abstracta expresión, revelaban menos emoción que tristeza.
Fabián había cogido la tarjeta que Drake había dejado sobre la mesa. La tenía entre las
puntas de los dedos, como un objeto que no se sabe por dónde cogerlo. Corsican estaba
pálido. Mi corazón latía con violencia. Fabián miro, por fin, la tarjeta, y leyó el nombre
que contenía. Un rugido brotó de su pecho.
-¡Harry Drake! -exclamó-. ¡Vos! ¡Vos! ¡Vos!
-Yo mismo, capitán Macelwin -respondió tranquilamente el rival de Fabián.
¡No nos había engañado! Si Fabián había ignorado hasta aquel momento el nombre de

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