La fuerza de la sangre (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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Pero su madre, casi como adivina de lo que su hijo sentía, le dijo:
-No te corras, hijo, de los estremos que has hecho, sino córrete de los que no hicieres cuando sepas lo que no quiero tenerte más encubierto, puesto que pensaba dejarlo hasta más alegre coyuntura. Has de saber, hijo de mi alma, que esta desmayada que en los brazos tengo es tu verdadera esposa: llamo verdadera porque yo y tu padre te la teníamos escogida, que la del retrato es falsa.
Cuando esto oyó Rodolfo, llevado de su amoroso y encendido deseo, y quitándole el nombre de esposo todos los estorbos que la honestidad y decencia del lugar le podían poner, se abalanzó al rostro de Leocadia, y, juntando su boca con la della, estaba como esperando que se le saliese el alma para darle acogida en la suya. Pero, cuando más las lágrimas de todos por lástima crecían, y por dolor las voces se aumentaban, y los cabellos y barbas de la madre y padre de Leocadia arrancados venían a menos, y los gritos de su hijo penetraban los cielos, volvió en sí Leocadia, y con su vuelta volvió la alegría y el contento que de los pechos de los circunstantes se había ausentado.
Hallóse Leocadia entre los brazos de Rodolfo, y quisiera con honesta fuerza desasirse dellos; pero él le dijo:
-No, señora, no ha de ser ansí. No es bien que punéis por apartaros de los brazos de aquel que os tiene en el alma.
A esta razón acabó de todo en todo de cobrar Leocadia sus sentidos, y acabó doña Estefanía de no llevar más adelante su determinación primera, diciendo al cura que luego luego desposase a su hijo con Leocadia.

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