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Al fin rompo la faja del periódico, y comienzo a pasar la vista por sus renglones hasta que gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya ni veo ni oigo nada de lo que se agita a mi alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de los árboles, el agua sonriendo a mis pies, y las golondrinas, lanzando chillidos agudos, pasan sobre mi cabeza; pero yo, cada vez más absorto y embebido con las nuevas ideas que comienzan a despertarse a medida que me hieren las frases del diario, me juzgo transportado a otros sitios y a otros días. Paréceme asistir de nuevo a la Cámara, oír los discursos ardientes, atravesar los pasillos del Congreso, donde entre el animado cuchicheo de los grupos se forman las futuras crisis; y luego veo las secretarias de los ministerios en donde se hace la política oficial; las redacciones donde hierven las ideas que han de caer al día siguiente como la piedra en el lago, y los círculos de la opinión pública que comienzan en el casino, siguen en las mesas de los cafés y acaban en los guardacantones de las calles. Vuelvo a seguir con interés las polémicas acaloradas, vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y ciertas fibras embotadas aquí, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta ambición, el ansia de algo más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida a los ojos humanos, tornan a vibrar nuevamente y a encontrar en mi alma un eco profundo. «El Diario Español, El Pensamiento o La Iberia, hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de más allá», dice El Contemporáneo; y yo sin saber apenas dónde estoy, tiendo las manos para cogerlos, creyendo que están allí a mi alcance, como si me encontrara sentado a le mesa de la redacción.