Cartas literarias (Gustavo Adolfo Becquer) Libros Clásicos

Página 30 de 116


Cuando me asaltan estas ideas, en vano hago esfuerzos por templarme como ustedes y entrar a compás de la danza. No oigo la música que lleva a todos envueltos como en un torbellino; no veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más que lo que ve el que mira un baile desde lejos; una pantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces, terrible otras. Ustedes, sin embargo, quieren que escriba alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía general, aun a riesgo de salir desafinado. Sea, y sirva esto de introducción y preludio: quiere decir que si alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán el recuerdo de más tranquilos días, como el perfume de un paraíso distante; y los que no, tendrán en cuenta mi especial posición para tolerar que de cuando en cuando rompa con una nota desacorde la armonía de un periódico político.

Carta tercera
Queridos amigos:
Hace dos o tres días, andando a la casualidad por entre estos montes, y habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, acerté a descubrir casi oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino un pueblecillo, cuya situación, por extremo pintoresca, me agradó tanto que no pude por menos de aproximarme a él para examinarlo a mis anchas. Ni aun pregunté su nombre; y si mañana o el otro quisiera buscarlo por su situación en el mapa, creo que no lo encontraría: tan pequeño es y tan olvidado parece entre las ásperas sinuosidades del Moncayo. Figúrense ustedes, en el declive de una montaña inmensa y sobre una roca que parece servirle de pedestal, un castillo del que sólo quedan en pie la torre del homenaje y algunos lienzos de muro carcomidos y musgosos: agrupadas alrededor de este esqueleto de fortaleza, cual si quisiesen todavía dormir seguras a su sombra como en la edad de hierro en que debió de alzarse, se ven algunas casas, pequeñas heredades con sus bardales de heno, sus tejados rojizos, y sus chimeneas desiguales y puntiagudas, por cima de las que se eleva el campanario de la parroquia con su reloj de sol, su esquiloncillo que llama a la primera misa, y su gallo de hoja de lata que gira en lo alto de la veleta a merced de los vientos.

Página 30 de 116
 

Paginas:
Grupo de Paginas:         

Compartir:




Diccionario: