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Ya verá usted cómo ese Fernández no paga. ¡Y aún si el anís fuera bueno! ¿No han mandado más botellas de la farmacia?
-Sí, ayer enviaron dos.
-¿Y dónde están?
-Me las he llevado a casa.
-¿Eh?
-Sí, me las prometieron; y como en la primera remesa usted arrambló con todas, yo me he permitido llevarme éstas a casa.
-¡Dios de Dios! Está bien; es cogolludo... Que le envíen a usted unas botellas de anís magnífico para que venga otro con sus manos lavadas... ¡Dios de Dios! y Mingote quedó mirando al techo con uno de los ojos extraviados.
-¿No le queda a usted ninguna? -dijo el amanuense.
-Sí, pero se me van a acabar en seguida.
Después comenzó otro párrafo elocuente, paseándose por el cuarto, accionando con su junquillo e interrumpiendo con frecuencia su discurso para lanzar un violento apóstrofe o una cómica reflexión.
Al mediodía, el escribiente se levantó, se encasquetó el sombrero y se fue sin saludar ni decir una palabra.
Mingote puso una mano sobre el hombro de Manuel y, paternalmente, añadió:
-Anda, ve a tu casa a comer y vuelve a eso de las dos.
Manuel subió al estudio. Ni Roberto ni Alejo estaban; no había en toda la casa ni un mendrugo de pan. Registró por todos los rincones, y para la una y media volvió a casa de don Bonifacio, y entre bostezo y bostezo siguió poniendo nombres en las circulares.
A Mingote le agradó el comportamiento de Manuel, y por esto, o porque en la comida se dedicara con exceso al Anís Estrellado Fernández, se entregó a la verbosidad más desordenada y pintoresca, siempre con la mirada desviada hacia el techo.