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-¿Qué quería usted, caballero? ¿Era usted el que tenía que hablarme de un asunto de familia? ¿Usted?
Otro cualquiera hubiera sentido ganas de estrangular al viejo. Peñalar, no; los casos difíciles eran los de su incumbencia, los que a él más le gustaban. Comenzó a hablar, sin desconcertarse con las miradas inquisitoriales del comerciante.
Manuel le escuchaba lleno de admiración y de espanto. Veía que el comerciante iba cargándose de cólera por momentos. Peñalar hablaba impertérrito.
Él era una pobre alma cautiva, un sentimental, un idealista, ¡oh! , dedicado a la enseñanza de la juventud, de esa juventud en cuyo seno seguardaban los gérmenes regeneradores de la patria. Él sufría mucho, mucho; había estado en el hospital; ¡un hombre como él, conocedor del francés, del inglés, del alemán, que tocaba el piano; un hombre como él, emparentado con toda la aristocracia del reino de León; un hombre que sabía más teología y teodicea que todos los curas juntos!
¡Ah! Esto no lo decía para vanagloriarse; pero él tenía derecho a la vida. Gómez Sánchez, el ilustre histólogo, le había dicho:
-Usted no debe trabajar.
-Pero tengo hambre.
-Pida usted dinero.
Y por eso algunas veces pedía.
Don Sergio, en el colmo del asombro, ante aquel chorro de palabras, no intentó interrumpir a Peñalar; éste se detuvo, sonrió con dulzura, notó que la fuerza de la costumbre había llevado, su discurso al tema constante de por qué pegaba sablazos, y comprendiendo que su elocuencia le arrastraba por un camino extraviado, bajó la voz y continuó en tono confidencial:
-Esta vida atrae de tal modo, a pesar de sus impurezas, ¿no es verdad, don Sergio, que no puede uno desprenderse con indiferencia de ella? Y eso que yo creo que la muerte es la liberación, sí; yo creo en la inmortalidad del alma, en el dominio absoluto del espíritu sobre la materia.