Página 10 de 164
cuando fue bruscamente interpelado por un hombre que
acababa de surgir delante de él.
-Una palabra, amigo. ¿No es aquí donde habita la señora
condesa de Entremont?
Esto fue dicho en italiano, un italiano muy puro, aunque
caracterizado por un poco de acento extranjero, y con una
H A C I A E L A B I S M O
15
voz cuya cordialidad disimulaba mal la costumbre del man-
do.
Antes de responder, el portero examinó al personaje que
acababa de interrogarle. Bajo las anchas alas de un sombrero
verde, de fieltro flexible, muy semejante a los que usan los
aldeanos del Tirol, el portero vio, a pesar de las sombras que
producían aquellas alas y el crepúsculo naciente, una cara jo-
ven de líneas muy puras y de expresión benévola a pesar de
su gravedad, y dos ojos negros de singular vivacidad, unos
ojos a los que la cólera debía de poner terribles, aunque en
reposo, como estaban entonces, tuvieran la dulzura de una
caricia.
El porte de aquel hombre era un término medio entre el
de un artesano y el de un burgués de condición modesta, pe-
ro al portero le chocó el visible contraste que ofrecía con la
elegancia natural y la actitud altiva del personaje cuya silueta
dibujaba.
-¿Qué quiere usted a la señora Condesa? preguntó en
tono de desconfianza.
-¿Me permitirá usted que se lo diga a ella misma? -dijo
con acento burlón el desconocido.
Y se sacó del bolsillo del chaleco un escudo de plata,
que puso en la mano del cerbero.
-La señora Condesa no le recibirá a usted -respondió
éste con un poco más de amabilidad. -Cuando vino, hace tres
meses, a instalarse en esta casa con su hermana, el ama de
gobierno, la señora Gerard, me dio orden de rehusar la en-
trada a cualquiera que la pidiese.
E R N E S T O D A U D E T
16
-Las órdenes más severas llevan consigo excepciones.
-Esas señoras no ven a nadie, absolutamente a nadie, ni
siquiera a los huéspedes de la casa.