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en la mesa, la cara pensativa, el convencional estaba escu-
chando con una inmovilidad de estatua, y sirviendo de mo-
delo a un joven que enfrente de él, estaba haciendo su retrato
al lápiz en una hoja de álbum.
La actitud del artista indicaba el respeto que le inspiraba
su modelo y el temor que lo causaba la atención con que se-
guía su lápiz un cuarto personaje sentado detrás de él y que
no le perdía de vista, sin dejar de prestar atención a la lectura.
-Un poco más de sombra a la derecha de la frente, Este-
ban -díjole éste de modo que nadie lo oyese más que él.
-Está bien, maestro -respondió el dibujante en el mismo
tono.
Y siguió dócilmente el consejo, sin tratar de discutirle.
¿Cómo se hubiera atrevido a hacerlo cuando el que se lo da-
ba no era otro que el famoso Belliere, del que tenía a honor
recibir lecciones?
De edad entonces de cuarenta y cinco años, Belliere se
sentaba en la Convención en los mismos bancos que Dalas-
sene. Pero mientras Roberto era considerado hasta entonces
como de los más poderosos y, a riesgo de incurrir en la ene-
mistad de éstos, no temía afrontarlos para sostener sus opi-
niones y sus palabras, Belliere se mostraba más prudente y
más hábil, y ahora que se hacían más acerbas entre las frac-
ciones la rivalidad que iba a enviar a los girondinos al cadalso
y después de ellos a otros vencidos, él se esforzaba por pre-
ver quiénes serían los más fuertes, a fin de declararse por
ellos en tiempo oportuno.
H A C I A E L A B I S M O
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Belliere había desempeñado y seguía desempeñando este
difícil papel con bastante habilidad para hacer indiscutible su
civismo, como se decía entonces, inspirar confianza al parti-
do terrorista y hacerse elegir miembro de la Junta de Seguri-
dad general al mismo tiempo que Dalassene.
Allí era donde habían hecho amistad. Dalassene amaba
el arte y admiraba el talento de Belliere. El pintor, por su