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Tartarín daba cuantas explicaciones le pedían. Había leído a Julio Gerard y conocía al dedillo la caza del león, como si la hubiese practicado. Por eso hablaba de ella con tanta elocuencia.
Pero lo mejor era por las noches, después de la cena, en casa del presidente Ladeveze, o del bizarro comandante Bravidá, capitán de almacenes retirado, cuando servían el café y se acercaban todas las sillas y le hacían hablar de sus cazas futuras...
Entonces, de codos en el mantel, metiendo la nariz en la taza de moka, el héroe, con voz conmovida, iba refiriendo todos los peligros que en aquel país le esperaban: largos acechos sin luna, charcas pestilentes, ríos envenenados por la hoja de la adelfa, nieves, soles ardientes, escorpiones, plagas de langosta... Contaba también las costumbres de los grandes leones del Atlas, su manera de luchar, su vigor fenomenal y su ferocidad en la época del celo.
Después, exaltándose con su propio relato, se levantaba de la mesa, saltaba al centro del comedor, e imitando el rugido del león, un disparo de carabina, ¡pim!, ¡pam!; un silbido de bala explosiva, ¡pffit!, ¡pffit!, gesticulaba, rugía, tiraba las sillas...
Alrededor de la mesa, todos estaban pálidos. Mirábanse los hombres, meneando la cabeza; cerraban los ojos las señoras, dando gritos de espanto; los viejos blandían belicosamente sus largos bastones, y en el cuarto contiguo los chiquillos, que se acostaban temprano, despertándose sobresaltados por los rugidos y los tiros, tenían mucho miedo y pedían luz.
Pero, entre unas cosas y otras, Tartarín no se marchaba.
XI. ¡ESTOCADAS, SEÑORES, ESTOCADAS!... ¡ALFILERAZOS, NO!
¿Tenía verdadero propósito de marcharse?... Pregunta delicada es ésta, a la que difícilmente podría contestar ni aun el historiador de Tartarín.
Es el caso que habían pasado más de tres meses que la casa de fieras de Mitaine se fue de Tarascón, y el cazador de leones no se movía... Quizá el cándido héroe, cegado por nuevo espejismo, se figurase de buena fe que ya había estado en Argelia. Tal vez, a fuerza de contar sus cazas futuras, imaginábase haberlas hecho, tan sinceramente como se imaginó haber izado la bandera consular y disparado contra los tártaros, ¡pim!, ¡pam!, en Shangai.
Por desgracia, si Tartarín de Tarascón fue una vez más víctima del espejismo, no así los tarasconeses. Cuando, al cabo de tres meses de espera, advirtieron que el cazador no había hecho el baúl, empezaron a murmurar.