Página 1 de 26
VANINA VANINI
STENDHAL
VANINA VANINI O PARTICULARIDADES SOBRE LA ULTIMA «VENDITA» DE CARBONARIOS DESCUBIERTA EN LOS ESTADOS DEL PAPA
Era una noche de primavera de 182... Toda Roma estaba en movimiento: el duque de B., el famoso banquero, daba un baile en su nuevo palacio de la plaza de Venecia. Para embellecimiento del mismo, se había reunido en él todo lo más espléndido que el lujo de París y de Londres puede producir. La concurrencia era inmensa. Las rubias y circunspectas beldades de la noble Inglaterra habían recabado el honor de asistir a aquel baile; llegaban en gran número. Las mujeres más hermosas de Roma les disputaban el trofeo de la belleza. Acompañada por su padre, llegó una joven a la que el fuego de sus ojos bellísimos y su cabello de ébano proclamaban romana. En toda su apostura, en todos sus gestos, trascendía un singular orgullo.
Los extranjeros que iban llegando se quedaban asombrados ante la magnificencia de aquel baile. «Ni las fiestas de ningún rey de Europa se pueden comparar con esto», decían.
Los reyes no tienen un palacio de arquitectura romana y se ven obligados a invitar a las grandes damas de su corte, mientras que el duque de B. no invita más que a las mujeres bonitas.
Aquel día tuvo suerte en su convite; los hombres estaban deslumbrados. Entre tantas mujeres destacadas, hubo que decidir cuál era la más bella: la elección no fue rápida, pero al fin quedó proclamada reina del baile la princesa Vanina, aquella joven de pelo negro y ojos de fuego. Inmediatamente los extranjeros y los jóvenes romanos abandonaron to-dos los demás salones y se aglomeraron en el que ataba ella.
El príncipe, don Asdrúbal Vanini, quiso que su hija bailara en primer lugar con dos o tres reyes soberanos de Alemania.
Después, Vanina aceptó las invitaciones de algunos ingleses muy buenos mozos y muy nobles, pero su porte tan estirado la fastidió.
Al parecer, la divertía más mortificar al joven Livio Savelli, que parecía muy enamorado. Era el joven más brillante de Roma y; además, también él era príncipe; pero, si le dieran a leer una novela, a las veinte páginas la tiraría diciendo que le daba dolor de cabeza.