La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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El dolor del señor Duval inspiraba simpatía, y sin querer estaba deseand© serle grato.
Entonces me dijo:
––¿Ha comprado usted algo _en la subasta de Marguerite?
––Sí, señor, un libro.
––¿Manon Lescaut?
Exactamente.
––tTiene usted aún ese libro? Está en mi dormitorio.
Ante esta noticia, Armand Duval pareció quitarse un gran peso de encima y me dio las gracias como si, guardando aquel volumen, hubiera empezado ya a hacerle un favor.
Me levanté, fui a mi habitación a coger el libro y se lo entregué.
––Sí, es éste ––dijo, mirando la dedicatoria de la primera página y hojeándolo––. Sí, es éste.
Y dos gruesas lágrimàs cayeron sobre sus páginas.
Bueno ––dijo, levantando la cabeza hacia mí, sin intentar siquiera ocultarme que había llorado y que estaba a punto de llorar otra vez––, ¿tiene usted mucho interés en este libro?
––¿Por qué?
Porque he venido a pedirle que me lo ceda.
Perdone mi curiosidad ––dije––, pero ¿entonces fue usted quien se lo dio a Marguerite Gautier?
Yo mismo.
El libro es suyo, tómelo; me siento feliz de poder devolvérselo.
––Pero repuso el señor Duval un poco desconcertado–– lo menos que puedo hacer es darle lo que le costó.
––Permítame que se lo regale. El precio de un solo volumen en una subasta semejante es una bagatela, y ni siquiera me acuerdo de lo que me costó.
Le costó cien francos.
Es cierto ––dije, desconcertado a mi vez––. ¿Cómo lo sabe usted?
––Es muy sencillo: esperaba llegar a París a tiempo para la subasta de Marguerite, y no he llegado hasta esta mañana. Quería a toda costa tener un objeto que hubiera sido suyo y fui corriendo a casa del subastador a pedirle permiso para ver la lista de los objetos vendidos y los nombres de los compradores. Vi que usted había comprado este libro, y decidí rogarle que me lo cediera, aunque el precio que pagó por él me hizo temer si no estaría usted también ligado por algún recuerdo a la posesión de este volumen.
Y al decir esto, Armand parecía evidentemente temer que yo hubiera conocido a Marguerite como la había conocido él.
Me ápresuré a tranquilizarlo.
––Sólo conocía de vista a la señorita Gautier ––le dije––. Su muerte me causó la impresión que causa siempre en un joven la muerte de una mujer bonita con quien tuvo el placer––´de encontrarse.

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