Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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Niño todavía, abandonar mi país, mis parientes, mis protectores y mis recursos; dejar una profesión sin haberla aprendido lo bastante para ganarme la vida con ella; entregarme a los horrores de la miseria sin medio alguno para combatirla; en la edad de la inocencia y la flaqueza, exponerme a todas las tentaciones de la desesperación y del vicio; ir al encuentro de los males, los errores, los engaños, la esclavitud y la muerte, bajo un yugo mucho más inflexible que el que no había podido soportar: a todo esto me lanzaba; ésta era la perspectiva que hubiera debido contemplar.
¡Cuán diferente era lo que yo me imaginaba! El sentimiento de la independencia que creía haber conquistado era lo único que me embargaba. Libre y dueño de mí mismo, creía poder hacerlo todo, lograrlo todo; no tenía más que lanzarme para elevarme y volar por los aires. Entraba con planta firme en el vasto espacio del mundo; mi mérito iba a llenarlo todo; iba a encontrar a cada paso festines, tesoros, aventuras, amigos dispuestos a servirme, mujeres ávidas de complacerme; el universo iba a llenarse con mi aparición; aunque no precisamente el universo todo: ya le dispensaba en parte de ello, no siéndome necesario tanto; contentábame con un círculo agradable; lo demás nada importaba. Mi moderación me inscribía en una esfera limitada, pero deliciosamente escogida, cuyo imperio tenía asegurado. Reducíase mi ambición a un solo palacio: ser el favorito de los señores, el amante de la hija, el amigo del hermano y el protector de los vecinos. Y ya estaba satisfecho; nada más necesitaba.
Mientras llegaba este modesto porvenir, anduve algunos días errante no lejos de la ciudad, acogido por algunos campesinos conocidos, que me recibieron con más amabilidad que lo hubieran hecho personas urbanas. Me acogían dándome alimento y abrigo harto buenos para ser tan sólo una acción meritoria. Tampoco podía llamarse una limosna, pues no se daban aires de superioridad.
A fuerza de viajar y recorrer el mundo, fui a parar a Confignon, país de Saboya, a dos leguas de Ginebra. El cura párroco se llamaba Pontverre. Este nombre, famoso en la historia de la República, me llamó sobremanera la atención. Tenía curiosidad de saber cómo eran los descendientes de los Caballeros de la Cuchara. Fuí, pues, a ver al señor de Pontverre, que me recibió muy bien: me habló de la herejía de Ginebra, de la autoridad de la santa madre Iglesia, y me dió de comer.

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