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de meteoros. Pero si se tiene buena voluntad para escucharme, pronto daré
yo satisfactoria respuesta a esa objeción. Ya os he dicho que el Sol, que
daba vigorosamente con sus rayos sobre los cristales cóncavos, uniendo sus
rayos en el centro de la vasija, repelía el aire con su ardor,
expulsándolo por el tubo alto de que ésta estaba llena; de tal modo, que
al producirse el vacío en la vasija, como la Naturaleza aborrece a éste,
la llenaba de otro aire por la parte baja; así, tanto perdía como
recuperaba; por esto no hay que asombrarse de que en una región situada
sobre la región media en que se forman los vientos yo siguiese elevándome,
pues el éter se convertía en viento por la frenética velocidad con que se
adentraba en mi máquina para impedir su vacío, con lo cual y como
consecuencia debía empujar sin tregua a mi máquina.
Casi no me molestó nunca el hambre, si se exceptúan los momentos en
que atravesaba esta región media; porque, verdaderamente, la frialdad del
clima me la hizo ver desde lejos; y digo desde lejos porque una botella de
licor que siempre yo llevaba conmigo, y de la cual bebí algunos sorbos,
impidió que el hambre se me acercase.
Durante el resto de mi viaje no me sentí alcanzado por ella; antes
bien, cuanto más avanzaba hacia el Sol, ese mundo inflamado, más robusto
me encontraba. Sentía mi rostro más caliente y alegre que de costumbre,
mis manos se me teñían con un color bermejo y agradable, y no sé qué
alegría filtraba por mi sangre que me hacía estar como fuera de mí.
Me acuerdo de que reflexionando acerca de esta aventura alguna vez
pensé de esta manera: «El hambre, sin duda, no ha podido alcanzarme porque
como su dolor no es más que un intento de la Naturaleza, que obliga a los