Fouché (Stefan Zweig) (Stefan Zweig) Libros Clásicos

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¡Y más extraño todavía!: ninguno de estos perfiles de Fouché, tomados al vuelo, coinciden entre sí a primera vista. Cuesta trabajo imaginarse que el mismo hombre que fue sacerdote y profesor en 1790 saquease iglesias en 1792, fuese comunista en 1793, multimillonario cinco años después y Duque de Otranto algo más tarde. Pero cuanto más audaz lo veía en sus transformaciones, tanto más interesante se me revelaba el carácter, o mejor, la carencia de carácter de este tipo maquiavélico, el más perfecto de la época moderna. Cada vez me parecía más atractiva su vida política, envuelta toda en lejanía y misterio, cada vez más extraña, más demoníaca su figura. Así me decidí a escribir, casi sin proponérmelo, por pura complacencia psicológica, la historia de Joseph Fouché, como aporte a una biología que estaba sin hacer y que era necesaria; la biología del diplomático, la más peligrosa casta espiritual de nuestro contorno vital, cuya exploración no ha sido realizada plenamente.
Me doy cuenta de que no va con el gusto de la época una biografía así, de una naturaleza perfectamente amoral, aunque sea, como la de Joseph Fouché, tan singular y significativa. Nuestra época quiere biografías heroicas, porque la propia pobreza de cabezas políticamente productivas hace que se busquen ejemplos más altos en los tiempos pasados. No desconozco de ninguna manera el poder de las biografías heroicas, que amplifican el alma, aumentan la fuerza y elevan espiritualmente. Son necesarias, desde los días de Plutarco, para todas las generaciones en fase de crecimiento, para toda juventud nueva. Pero precisamente en lo político albergan el peligro de una falsificación de la Historia, es decir: es como si siempre hubiesen decidido el destino del mundo las naturalezas verdaderamente dirigentes. Sin duda una naturaleza heroica domina por su sola existencia, incluso durante décadas y siglos, la vida espiritual, pero únicamente la espiritual. En la vida real, verdadera, el radio de acción de la política rara vez determinan algo -y esto hay que decirlo como advertencia ante cualquier fe política- las figuras superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera eficacia está en manos de otros hombre inferiores, aunque más hábiles: en las figuras de segundo orden. De 1914 a 1918 hemos visto cómo las decisiones históricas sobre la guerra y la paz no emanaron de la razón y la responsabilidad, sino del poder oculto de hombres anónimos del más equívoco carácter y de la inteligencia más precaria.

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