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Y, sin sospecharlo siquiera, al cabo de pocas semanas, María Antonieta se alza en el centro de una encarnizada contienda.
A su llegada, María Antonieta no sabía nada ni de la existencia ni de la singular situación de una madame Du Barry; en la severidad de costumbres de la corte de María Teresa, la idea de una maîtresse era desconocida plenamente. Sólo en la primera cena, entre las otras señoras de la corte, ve a una dama de abultado pecho, brillantemente vestida y con magníficas alhajas, la cual la mira curiosamente, y oye que, al hablar, le dicen «condesa», condesa Du Barry. Pero las tías, que al instante toman afectuosamente a su cuidado a la inexperta niña, le explican el caso fundamental a intencionadamente, pues, pocas semanas más tarde, María Antonieta le escribe ya a su madre acerca de la «sotte et impertinente créature». En voz alta, e irreflexivamente, la delfina repite en sus charlas todas las observaciones, ruines y malignas, que las queridas tías ponen en sus traviesos labios, y de repente la corte, que se aburre y está siempre ávida de tales sensaciones, encuentra una chanza magnífica, porque a María Antonieta se le ha puesto en la cabeza, o más bien las tías le han puesto en la cabeza, el herir del modo más profundo a esa arrogance intrusa que en el palacio real hace la rueda como un pavo. Según la ley de bronce de la etiqueta, en la corte de Versalles jamás a una dama de catego ría inferior le es lícito dirigir la palabra a una de categoría supe rior, sino que tiene que esperar respetuosamente a que la de categoría superior se la dirija. Ya se comprende que la delfina, en ausencia de una reina, es la dama de calidad más alta, y María Antonieta hace abundante use de su derecho. Fría, sonriente y provocativa, deja que la condesa Du Barry espere tiempo y tiempo su saludo; durante semanas, durante meses, hace que la impaciente se perezca por una sola palabra de sus labios. Naturalmente, los chismosos y los aduladores advierten pronto el caso; encuentran en este duelo una alegria infernal; toda la corte se calienta placenteramente al fuego atizado por las tías con el mayor cuidado. Todos observan, llenos de expectación, a la Du Barry, la cual ocupa su asiento entre todas las damas de la corte y tiene que contemplar con mal contenida furia cómo aquella petulante rubia de quince años charla y charla alegremente, y quizá con estudiada alegría, con todas las damas de la corte; sólo ante ella María Antonieta frunce siempre un poco su labio habsburgués, levemente saledizo, no dice palabra y parece mirar, como a través de un vidrio, lo que hay detrás de la condesa, resplandeciente de brillantes.