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Dígame, Cecilia mía, cuando entró su madre de usted, cuando su presencia nos obligó a moderar nuestras miradas, cuando ya no pudo usted consolarme, asegurándome su amor, de haber rehusado darme pruebas de él, ¿no ha tenido pesar?; ¿No ha dicho para sí: "Un beso le hubiera hecho más feliz y yo le he negado esa dicha?"
Prométame, adorada prenda, que en la primera ocasión será menos severa. Con esta promesa hallaré fuerzas para soportar las contrariedades que las circunstancias nos preparan, y la privación cruel será mitigada a lo menos con la certeza de que usted lo siente como yo.
Adiós, mi amable Cecilia. Llega la hora en que debo ir a su casa. Me fuera imposible cesar si no fuese para ir a verla.
Quede usted con Dios, usted a quien tanto amo y a quien amaré toda mi vida, y siempre más y más.
En..., a 25 de agosto de 17...
CARTA XXXII
LA SEÑORA DE VOLANGES A LA PRESIDENTA DE TOURVEL
¡Está usted, pues, empeñada en que yo crea que Valmont es virtuoso! Confieso que no lo podré jamás, y que tendré tanta dificultad en creerlo honrado por el hecho solo que me refiere usted, cuanta tendría en creer vicioso a un hombre reputado de bien, de quien se me cuente una falta. La humanidad no es perfecta en ningún género, ni en lo malo ni en lo bueno. El malo suele tener sus virtudes, como el hombre de bien sus debilidades. Me parece tanto más preciso que creamos esta verdad cuanto de ella depende el ser indulgente con los malos como con los buenos y hacer que éstos no se engrían y que los otros no se desanimen. Usted hallará, sin duda, que yo olvido en este momento la indulgencia que predico; pero la miro como una debilidad peligrosa, cuando nos lleva a tratar de igual modo al vicioso y al honrado.
No me permitiré indagar los motivos que han dado lugar a la acción del señor de Valmont; quiero creer que habrán sido laudables como ella, ¿pero por eso ha pasado menos su vida en introducir en las familias la confusión, el deshonor y el escándalo? Escuche usted si gusta la voz del infeliz que ha socorrido, pero no le impida ésta oír los gritos de cien víctimas que ha sacrificado. Aun cuando no fuese como usted misma dice, sino un ejemplo del peligro de las amistades, ¿sería menos él mismo un amigo peligroso? ¿Usted le supone capaz de corregirse? Vamos adelante y supongamos realizado el milagro, ¿no existiría aún la opinión pública contra él y no bastaría esto a arreglar la conducta de usted? Dios sólo puede absolver en el instante del arrepentimiento; él sólo lee en los corazones; pero los hombres no pueden juzgar los pensamientos sino por las acciones, y ninguno, después de haber perdido la estimación de los otros, tiene derecho a quejarse de la desconfianza necesaria que hace aquella pérdida tan difícil de reparar.