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enemigos reunidos.
Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre
los jefes y los subordinados. ¿Cuál será esta diferencia y cuál el modo de
dividir el poder? Tales son las cuestiones que debe resolver el
legislador. Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza ha trazado la línea de
demarcación al crear en una especie idéntica la clase de los jóvenes y la
de los ancianos, unos destinados a obedecer, otros capaces de mandar. Una
autoridad conferida a causa de la edad no puede provocar los celos, ni
fomentar la vanidad de nadie, sobre todo cuando cada cual está seguro de
que obtendrá con los años la misma prerrogativa. Y así, la autoridad y la
obediencia deben ser a la vez perpetuas y alternativas, y, por
consiguiente, la educación debe ser a la vez igual y diversa, puesto que,
según opinión de todo el mundo, la obediencia es la verdadera escuela del
mando. Ahora bien, la autoridad, según dijimos antes, puede darse en
interés del que la posee, o en interés de aquel sobre quien se ejerce: en
el primer caso resulta la autoridad que ejerce el señor sobre sus
esclavos; en el segundo, la autoridad que se ejerce sobre hombres libres.
Además, las órdenes pueden diferir entre sí tanto por el motivo por que se
han dictado como por los resultados mismos que producen. Muchos servicios
que se consideran exclusivamente como domésticos se hacen para honrar a
los jóvenes libres que los realizan. El mérito o el vicio de una acción no
se encuentra tanto en la acción misma como en los motivos que la inspiran
y en el fin de cuya realización se trata.
Hemos dejado sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es
idéntica a la virtud del hombre perfecto, y hemos añadido que el ciudadano
debía obedecer antes de mandar; de todo lo cual concluimos que al
legislador toca educar a los ciudadanos en la virtud, conociendo los
medios que conducen a ella y el fin esencial de la vida más digna.