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Por esto reventamos el enlozado cimentado del patio principal de la
escuela, y perforamos un pozo. Había entre nosotros muchos jóvenes
hombres, estudiantes en su mayoría, y trabajamos noche y día. Nuestros
temores estaban justificados. Tres horas antes de que nuestro pozo quedara
terminado, la poco agua que todavía nos llegaba dejó de llegar.
>>Transcurrió un segundo período de veinticuatro horas, y la peste seguía
sin haber hecho su aparición entre nosotros. Creíamos que estabamos
salvados. Ignorábamos entonces los números exactos de días de incubación
de la enfermedad. Imaginábamos, en base a la velocidad con que mataba una
vez que se había manifestado, que su desarrollo interno debía ser también
muy rápido. De modo que al cabo de dos días, pensábamos de buena fe que
nos habíamos salvado del contagio. Pero el tercer día nos aportó un cruel
desengaño.
>>La noche que lo precedió, noche que jamás olvidaré, hice mi ronda de
guardia desde las ocho de la tarde hasta medianoche. Desde los tejados de
la escuela, asistí a un espectáculo inaudito. San Francisco proyectaba
hacia arriba sus llamas y su humo como un volcán en actividad. La erupción
crecía de intensidad de hora en hora, envolviendo el cielo y la tierra en
su resplandor ardiente. Las llamas eran tales que ahora todo el humo
estaba iluminado por ellas y que, a la luz del incendio, se podía leer
hasta los más menudos carteles de imprenta.
>>Oakland, San Lorenzo y Haywards formaban un solo horno, y, hacia el
norte, surgían nuevos fuegos hasta el cabo de Richmond. El mundo se
abismaba en una mortaja de llamas. Los grandes polvorines del cabo Pinole
estallaron, en terribles explosiones que se sucedían velozmente. La
escuela, pese a ser de sólida construcción, se vio sacudida desde los
cimientos hasta el tejado, como bajo los efectos de un temblor de tierra,
y todos sus vidrios se rompieron.
>>Bajé entonces de los tejados y recorrí los largos pasillos, yendo de