Diez negritos (Agatha Christie) Libros Clásicos

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La idea de habitar una isla parece muy romántica, pero una vez instalados en ella no se tarda en comprobar los disgustos y uno se siente dichoso al poder desembarazarse.
A manera de conclusión, Emily Brent pensó:
«Sea como fuera, este año mis vacaciones no me costarán nada.»
Sus rentas se reducían más y más cada día, una buena parte de sus dividendos persistían impagados, por eso apareció su buena suerte. ¡Si su memoria le permitiera recordar solamente un poco mejor, a la señora... o señorita (no podía precisarlo) Oliver!


El general MacArthur se asomó a la ventanilla de su departamento. El convoy llegaba a Exeter, donde el bravo general debía cambiar de tren. ¡Esos trenes de líneas secundarias avanzaban con lentitud más propia de caracoles! ¡Y pensar que, a vuelo de pájaro, la isla del Negro estaba tan cerca!
No sabía de fijo quién era el llamado Owen... según parecía, un amigo de Spoof Leggard y de Johnnie Dyer...

Uno o dos de sus viejos camaradas serán de los nuestros... se sentirán encantados de charlar con usted de los tiempos pasados...

A fe que no deseaba cosa mejor que evocar el pasado en alegre compañía.
En estos últimos tiempos se había imaginado que sus amigos le ponían en cuarentena. ¡Todo a causa de sus estúpidas chinchorrerías! ¡Dios mío! La píldora era dura de tragar... aquello se remontaba a más de treinta años. Armitage no había sabido contener su lengua. ¿Qué sabía aquel charlatán? ¿A qué tanto alborotar? Uno se figura un montón de cosas y se imagina que los otros le miran de reojo.
Después de todo le agradaría ver aquella isla del Negro que tanto gasto hizo en las crónicas periodísticas. Seguramente algo habría de verdad en el ruido que se produjo, según el cual el Almirantazgo, la Guerra o la Aviación se posesionaron de aquélla.
El joven Elmer Robson, el millonario americano, había construido efectivamente una magnífica morada que hubo de costarle unos miles de libras esterlinas. Un lujo difícil de imaginar.
¡Exeter! ¡Una hora de parada! ¡Exeter! ¡Una hora de parada! Impaciente, el general MacArthur hubiera querido continuar.


El doctor Armstrong conducía su auto a través de la llanura de Salisbury. Sentíase fatigado... La gloria se paga. Un tiempo hubo en que tranquilamente sentado en un gabinete de consulta de Harley Street, correctamente vestido, rodeado de los más modernos aparatos y los muebles más lujosos, esperaba.

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