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Cuando comenzaron a aparecer determinados detalles de mis sueños, mi horror se centuplicó. En octubre de 1915 comprendí al fin que debía hacer algo. Fue entonces cuando emprendí el estudio intensivo de los casos de amnesia y visiones. Pensé que así podría objetivar mi estado de confusión y liberarme de la ansiedad que me oprimía.
Sin embargo, como he dicho antes, el resultado fue diametralmente opuesto a lo que había previsto. Mi angustia aumentó al descubrir que otras personas habían tenido idénticos sueños a los míos, y que algunos casos, además, se remontaban a épocas en que no cabía admitir ninguna clase de conocimiento geológico, y por consiguiente, ninguna idea sobre el paisaje de las edades prehistóricas.
Y lo que es más, en muchos de estos casos se especificaban ciertos pormenores y ciertas explicaciones que se relacionaban con los inmensos edificios y los selváticos jardines. Mis propias visiones eran ya bastante terroríficas en sí, pero lo que daban a entender o afirmaban algunos otros soñadores era pura locura y blasfemia. Lo peor de todo fue que la lectura de aquellas experiencias que contaban suscitó en mí nuevos sueños, aún más descabellados, y un presagio de revelaciones venideras. No obstante, casi todos los médicos me aconsejaron proseguir mi investigación.
Estudié psicología sistemáticamente y, por las mismas razones que yo, mi hijo Wingate me secundó, iniciando entonces los estudios que le llevaron por último a la cátedra que ocupa actualmente. En 1917 y 1918 me matriculé en varios cursos especiales de la Universidad del Miskatonic. Entretanto, continué examinando infatigablemente infinidad de documentos médicos, históricos y antropológicos, lo que me obligaba también a efectuar diversos viajes a algunas bibliotecas apartadas para leer los libros sobre artes ocultas y prohibidas, en las cuales parecía tan febrilmente interesada mi segunda personalidad.
Algunos de estos volúmenes eran, efectivamente, los mismos que había consultado yo durante mi periodo amnésico. Lo desconcertante de estos libros eran las anotaciones marginales y las correcciones en el texto, escritas en una caligrafía y un lenguaje que, en cierto modo, hacían pensar en algo ajeno por completo al hombre.
Casi todas estas anotaciones estaban redactadas en las lenguas respectivas de los diferentes libros, lenguas que el misterioso glosador parecía conocer sobradamente, aunque de modo académico. Sin embargo, en el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt figuraba una anotación que difería alarmantemente de las anteriores. Consistía en unos jeroglíficos curvilíneos, trazados con la misma tinta que las correcciones en alemán, pero en ellos no se reconocía ningún alfabeto humano.