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-Sea como vos decís, señora Leocadia -respondió Teodosia-; que, así como veo que la pasión que sentís no os deja hacer más acertados discursos, veo que no estáis en tiempo de admitir consejos saludables. De mí os sé decir lo que ya os he dicho, que os he de ayudar y favorecer en todo aquello que fuere justo y yo pudiere; y lo mismo os prometo de mi hermano, que su natural condición y nobleza no le dejarán hacer otra cosa. Nuestro camino es a Italia; si gustáredes venir con nosotros, ya poco más a menos sabéis el trato de nuestra compañía. Lo que os ruego es me deis licencia que diga a mi hermano lo que sé de vuestra hacienda, para que os trate con el comedimiento y respecto que se os debe, y para que se obligue a mirar por vos como es razón. Junto con esto, me parece no ser bien que mudéis de traje; y si en este pueblo hay comodidad de vestiros, por la mañana os compraré los vestidos mejores que hubiere y que más os convengan, y, en lo demás de vuestras pretensiones, dejad el cuidado al tiempo, que es gran maestro de dar y hallar remedio a los casos más desesperados.
Agradeció Leocadia a Teodosia, que ella pensaba ser Teodoro, sus muchos ofrecimientos, y diole licencia de decir a su hermano todo lo que quisiese, suplicándole que no la desamparase, pues veía a cuántos peligros estaba puesta si por mujer fuese conocida. Con esto, se despidieron y se fueron a acostar: Teodosia al aposento de su hermano y Leocadia a otro que junto dél estaba.
No se había aún dormido don Rafael, esperando a su hermana, por saber lo que le había pasado con el que pensaba ser mujer; y, en entrando, antes que se acostase, se lo preguntó; la cual, punto por punto, le contó todo cuanto Leocadia le había dicho: cúya hija era, sus amores, la cédula de Marco Antonio y la intención que llevaba.