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Se le ocurrió enseñársela al señor Darling, pero éste estaba haciendo cálculos para los abrigos de invierno de John y Michael, con un paño húmedo enrollado en la cabeza para mantener el cerebro despejado y daba pena molestarlo; además, ella ya sabía perfectamente lo que él diría:
-Todo esto ocurre por tener un perro de niñera.
Decidió enrollar la sombra y ponerla a buen recaudo en un cajón, hasta que llegara un momento adecuado para decírselo a su marido. ¡Ay, Dios mío!
El momento llegó una semana después, en aquel viernes de amargo recuerdo. Tenía que ser viernes, cómo no 1.
1. Recordemos que según la superstición anglosajona el viernes es el día de mala suerte.
-Debería haber tenido especial cuidado por ser viernes -le decía después a su marido, mientras a lo mejor Nana estaba a su otro lado, sujetándole la mano.
-No, no, -le decía siempre el señor Darling-, yo soy el responsable de todo. Yo, George Darling, lo hice. Mea culpa, mea culpa.
Había sido educado en el estudio de los clásicos.
Así se quedaban sentados noche tras noche recordando aquel fatídico viernes, hasta que cada detalle quedaba grabado en sus cerebros y salía por el otro lado como las caras de una acuñación defectuosa.
-Si yo no hubiera aceptado esa invitación para cenar con los del 27 -decía la señora Darling.
-Si yo no hubiera echado mi medicina en el tazón de Nana -decía el señor Darling.
-Si yo hubiera fingido que me gustaba la medicina -decían los ojos húmedos de Nana.
-Por culpa de mi afición a las fiestas, George.
-Por culpa de mi nefasto sentido del humor, mi vida. -Por culpa de mi susceptibilidad por tonterías, queridos amos.