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-Señora Wendy -dijo rápidamente-, hemos construido esta casa para ti.
-Oh, di que estás contenta -exclamó Avispado.
-Qué casa tan bonita y agradable -dijo Wendy y eran las palabras justas que ellos habían esperado que dijera.
-Y nosotros somos tus niños -gritaron los gemelos. Entonces todos se pusieron de rodillas y alargando los brazos exclamaron:
-Oh, señora Wendy, sé nuestra madre.
-¿Debería? -dijo Wendy, toda radiante-. Naturalmente,
es fascinante, pero es que yo sólo soy una niña. No tengo experiencia de verdad.
-Eso no importa -dijo Peter, como si él fuera el único presente que lo sabía todo acerca del tema, aunque en realidad era el que menos sabía-. Lo que nos hace falta es simplemente una persona agradable y maternal.
-¡Vaya! -dijo Wendy-. ¿Sabéis? Creo que eso es exactamente lo que yo soy.
-Sí, sí -gritaron todos-, lo notamos al instante.
-Muy bien -dijo ella-, haré todo lo que pueda. Entrad inmediatamente, diablillos, estoy segura de que tenéis los pies mojados. Y antes de meteros en la cama tengo el tiempo justo de terminar el cuento de Cenicienta.
Allá fueron; no sé cómo había sitio para todos, pero uno se puede apretar mucho en el País de Nunca jamás. Y aquélla fue la primera de las muchas noches felices que pasaron con Wendy. Más tarde los arropó en la gran cama de la casa de debajo de los árboles, pero ella durmió esa noche en la casita y Peter montó guardia fuera con la espada desenvainada, pues se oía a los piratas de parranda a lo lejos y los lobos estaban al acecho. La casita tenía un aire muy acogedor y seguro en la oscuridad, con una alegre luz filtrándose a través de los postigos y la chimenea humeando estupendamente y Peter montando guardia.