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¡ES RARO!
Gustav
Adolfo Becquer
Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía y se hablaba de esos dramas sociales que se desarrollan ignorados del mundo y cuyos protagonistas hemos conocido, si es que no hemos hecho un papel en algunas de sus escenas.
Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia, blanca y esbelta que, a tener una corona de flores en lugar del legañoso perrillo que gruñía medio oculto entre los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado, sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare.
Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.
De pie, apoyada una mano en la causeuse de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia y acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada pronunciación se notaba un leve acento extranjero, a pesar de que su aire y su tipo eran tan españoles como los del Cid o Bernardo del Carpio.
Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que parecía seriamente preocupado en la operación de dulcificar a punto su taza de té, completaba el grupo de las personas más próximas a la chimenea, al calor de la cual me senté para contar esta historia. Esta historia parece un cuento, pero no lo es; de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho algunas veces en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para el que haya de comprenderla todavía sobrarán algunas.
Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos hombres en cuya alma rebosan el sentimiento que no han gastado nunca y el cariño que no pueden depositar en nadie.