Los miserables (Víctor Hugo) Libros Clásicos

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A medida que su fortuna crecía, parecía que aprovechaba su tiempo libre para cultivar su espíritu. Se notaba que su modo de hablar se había ido haciendo más fino, más escogido, más suave.
Tenía una fuerza prodigiosa. Ofrecía su ayuda a quien lo necesitaba; levantaba un caballo, des­atrancaba una rueda, detenía por los cuernos un toro escapado. Llevaba siempre los bolsillos llenos de monedas menudas al salir de casa, y los traía vacíos al volver. Cuando veía un funeral en la iglesia entraba y se ponía entre los amigos afligidos, entre las familias enlutadas.
Entraba por la tarde en las casas sin moradores, y subía furtivamente las escaleras. Un pobre diablo al volver a su chiribitil, veía que su puerta había sido abierta, algunas veces forzada en su ausencia. El pobre hombre se alarmaba y pensa ba: "Algún malhechor habrá entrado aquí". Pero lo primero que veía era alguna moneda de oro olvidada sobre un mueble. El malhechor que ha bía entrado era el señor Magdalena.
Era un hombre afable y triste.
Su dormitorio era una habitación adornada sencillamente con muebles de caoba bastante feos, y tapizada con papel barato. Lo único que chocaba allí eran dos candelabros de forma antigua que esta­ban sobre la chimenea, y que parecían ser de plata.
Se murmuraba ahora en el pueblo que poseía sumas inmensas depositadas en la Casa Laffitte, con la particularidad de que estaban siempre a su disposición inmediata, de manera que, añadían, el señor Magdalena podía ir una mañana cualquiera, firmar un recibo, y llevarse sus dos o tres millones de francos en diez minutos. En realidad, estos dos o tres millones se reducían a seiscientos treinta o cuarenta mil francos.

IV:
El señor Magdalena de luto

Al principiar el año 1821 anunciaron los periódicos la muerte del señor Myriel, obispo de D., llamado monseñor Bienvenido, que había fallecido en olor de santidad a la edad de ochenta y dos años.
Lo que los periódicos omitieron fue que al morir el obispo de D. estaba ciego desde hacía muchos años, y contento de su ceguera porque su hermana estaba a su lado.
Ser ciego y ser amado, es, en este mundo en que nada hay completo, una de las formas más extrañamente perfectas de la felicidad. Tener continuamente a nuestro lado a una mujer, a una hija, una hermana, que está allí precisamente porque necesitamos de ella; sentir su ir y venir, salir, entrar, hablar, cantar; y pensar que uno es el centro de esos pasos, de esa palabra, de ese canto; llegar a ser en la oscuridad y por la oscuridad, el astro a cuyo alrededor gravita aquel ángel, realmente pocas felicidades igualan a ésta.

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