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Pues qué, ¿Ayax armado de un escudo impenetrable no degolló los rebaños sorprendidos en medio del campo, y Orestes, el funesto vengador de su padre en la sangre materna, no se atrevió a lanzar sus dardos contra las furias del Averno? ¿Y no pude yo de igual modo ensañarme en sus peinados cabellos?; mas el desorden en que los puse no les robó ninguno de sus atractivos. Aun así estaba tan hermosa como la hija de Esqueneo persiguiendo con el arco las fieras del monte Ménalo; como Ariadna cuando lamentaba que el rápido Noto se llevase los juramentos del pérfido Tesco, y como Casandra al caer desplomada en tu templo, ¡oh casta Minerva!, sin que las cintas sujetasen sus cabellos. ¿Quién no me hubiese llamado loco y tenido por un bárbaro? Pues ella no me dijo palabra; su lengua enmudeció de espanto, mas su rostro silencioso fulminaba graves reproches, y me acusaban a la vez su boca muda y sus lágrimas. Antes hubiera querido que se desprendiesen mis brazos de los hombros; podría vivir mejor sin una parte de mi cuerpo. Mi fuerza y mi delirio se revolvieron en contra mía y la propia violencia me impuso la condigna pena. ¿Qué necesidad tengo de vosotros, ministros de la sangre y el crimen? Manos sacrílegas, soportad el hierro que merecéis. Si golpeara al último de los plebeyos, sufriría el castigo; ¿y acaso tengo mejor derecho sobre mi amada? Diomedes nos legó un monumento infame de maldad, siendo el primero que se atrevió a herir a una diosa, y yo el segundo; pero aquél resulta menos culpable; yo he maltratado a la que confesaba amar, y el hijo de Tideo fue cruel con su enemiga.
Ve, pues, insigne vencedor, prepárate un magnífico triunfo, ciñe tus sienes de laurel, ofrece tus votos a Jove y que la turba apiñada siga tu carroza gritando: «¡Gloria al fuerte, varón que ha vencido a una débil mujer!» Camine delante tu triste cautiva con el cabello suelto y toda blanca corno la nieve, menos sus lívidas mejillas. Mejor fuera que su boca delatase las señales de mis labios, y en su cuello se notaran las suaves caricias de mis dientes; y, en fin, si me arrebataba el impulso de un hinchado torrente, y la ciega cólera me había hecho su presa, ¿no era bastante amedrentar con mis gritos a una tímida joven, sin apostrofarla con amenazas harto crudas, o bien arrancarle con violencia la túnica hasta mitad de la cintura, y no pasar más adelante en el enojo? Mas no, llegué a mesarle el cabello de la frente, y clavé fiero las uñas en sus delicadas mejillas.