Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

Página 9 de 612

Quizá todos estos detalles sean pueriles; pero resulta de ellos un hecho que tal vez no se haya repetido desde que hay niños en el mundo.
Tanto me agradaba el género de vida que hacíamos en Rossey, que hubiera bastado prolongar mi permanencia allí para que del todo se fijara mi carácter. Formaban su base los sentimientos tiernos, afectuosos y tranquilos. No creo que haya habido otro individuo de nuestra especie con menos vanidad natural que yo. El entusiasmo me llevaba a veces a raptos de sublimidad, de que pronto descendía cayendo en mi habitual languidez. El más ardiente de mis deseos consistió en ser querido de cuantos me rodeaban. Mi primo, nuestros preceptores y yo éramos todos apacibles; durante dos años enteros no fuí víctima ni testigo de ninguna violencia; todo contribuía a fomentar las inclinaciones que mi corazón debía a la naturaleza; nada me parecía tan hermoso como tener contentas a cuantas personas trataban conmigo y verlas satisfechas. Siempre me acordaré de que al decir en el templo mi lección de catecismo, lo que más me conturbaba, en los momentos de vacilación, era la inquietud y pena que se dibujaban en el rostro de la señorita Lambercier. Más me dolía aun que la vergüenza de quedar mal públicamente, y esto, sin embargo, me daba una desazón extraordinaria; pues, aunque nunca la alabanza me ha movido, siempre me ha impresionado vivamente la vergüenza, pudiendo asegurar que el temor a una reprensión de la señorita Lambercier no me sobresaltaba tanto como la idea de haberla disgustado.
No dejaba, con todo, de mostrarse severa cuando era preciso, lo mismo que su hermano; pero como nunca se conducían violentamente, su severidad, casi siempre justa, me afligía en extremo sin que me irritara jamás. Sentía más desagradar que ser castigado y era para mí más cruel una señal de descontento que cualquier pena aflictiva. Es menester que explique esto mejor, aunque me sea muy embarazoso. Si se viera bien cuán lejos se está de obtener el resultado apetecido se abandonaría el método que en la educación de la juventud se emplea, siempre indistintamente y a menudo indiscretamente. El hecho que voy a referir, tan común como funesto, ofrece una gran lección y por eso me decido a contarlo.
El cariño, propio de una madre, que la señorita Lambercier nos profesaba, la revestía de la autoridad de tal, y algunas veces usaba de ella imponiéndonos castigos merecidos.

Página 9 de 612
 

Paginas:
Grupo de Paginas:                             

Compartir:



Diccionario: