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-¡El viernes! -exclamó-. ¡Tres días disponibles tan sólo! Yo creo que el muy canalla quiere zafarse del peligro. ¡Pero no lo conseguirá, Watson! ¡Por todos los diablos, que no lo conseguirá! Watson, quiero que haga usted algo que ahora voy a decirle.
-Estoy aquí para servirle, Holmes.
-Invierta usted las próximas veinticuatro horas en un estudio intensivo de las porcelanas de la China.
No me dio ninguna explicación, ni yo se la pedí, Una larga experiencia me había enseñado la sabiduría de la obediencia. Pero cuando salía de su habitación fui caminando por la calle Baker adelante, dándole vueltas en mi cabeza a la idea de cómo me las iba yo a arreglar para cumplir aquella orden tan rara. Acabé haciéndome llevar en coche hasta la Biblioteca de Londres, en la plaza Saint James, consulté el caso con el segundo bibliotecario, Lomax, amigo mío, y salí de allí rumbo a mis habitaciones con un libraco bajo el brazo.
Suele decirse que el abogado criminalista que prepara su caso, atiborrándose de datos como para interrogar el lunes a un testigo hábil, se olvida por completo de todos aquellos conocimientos forzados antes del sábado. Desde luego que yo no pretendo pasar hoy por una autoridad en cuestiones de cerámica. Sin embargo, toda aquella tarde, y toda aquella noche, con un corto intervalo para descansar, y toda la mañana siguiente me la pasé sorbiendo datos y cargando mi memoria de nombres. Aprendí en aquel libro los contrastes de los grandes artistas decoradores, el misterio de las fechas cíclicas, las características del Huná-wu y las bellezas del Yung-lo, los escritos de Tang-ving y las magnificencias del primitivo período del Sung y del Yuan. Cuando fui a visitar a Holmes a la mañana siguiente, iba yo cargado con todos aquellos conocimientos. Se había levantado ya de la cama, aunque nadie lo habría dicho a juzgar por los partes médicos publicados, y estaba hundido en su sillón favorito, apoyando su cabeza llena de vendajes en la mano.
-Pero, Holmes; si uno fuera a creer a los periódicos pensaría que está usted agonizando -le dije.
-Esa es precisamente la impresión que yo deseo producir. Y ahora dígame, Watson: ¿ha aprendido usted sus lecciones?
-Por lo menos lo he intentado.
-Pues entonces tráigame esa cajita que hay encima de la repisa de Iii chimenea.
Abrió la tapa y sacó del interior un objeto pequeño, envuelto con sunio cuidado en fina tela de seda oriental.