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De los ministros está ausente el más inteligente, el más experto: Talleyrand; están ausentes sus propios hermanos -reyes nuevos- sus propias hermanas y, sobre todo, su propia mujer y su propio hijo. Ve en la multitud muchos ambiciosos y pocos hombres dignos. Todavía vibran en sus oídos los gritos de miles de bocas y siente en la sangre su clamor cuando ya el genio clarividente empieza a sentir el primer escalofrío de peligro en el triunfo. De repente en las antesalas se oye un runrún de sorpresa y alegría en crescendo... Y entre los uniformes y levitas bordadas se abre respetuosamente un paso. Aunque ha tardado, un coche se ha detenido ante el Palacio -no está esperando; llega, se ofrece, pero no con insistencia de pequeño cortesano- y de él sale la figura pálida, delgada y bien conocida del Duque de Otranto. Lento, indiferente, con sus ojos enigmáticos, impenetrables, avanza sin dar las gracias por el paso que se le abre; y precisamente esa tranquilidad suya, tan conocida y natural, despierta entusiasmo. "¡Paso a Fouché! ¡Es el hombre que necesita el Emperador!" Ya se lo considera elegido, designado, exigido por la opinión pública antes de la decisión del Emperador. No viene como solicitante: llega poderoso, grave, majestuoso; y en efecto, Napoleón no lo hace esperar; llama inmediatamente al más antiguo de sus ministros, al más fiel de sus enemigos. De su entrevista se sabe tan poco como aquella primera en que Fouché prestó su ayuda al general desertado de Egipto, ayudando a su elevación al Consulado y aliándose a él en infiel fidelidad. Cuando, al cabo de una hora, Fouché sale del gabinete, es otra vez ministro: Ministro de Policía, por tercera vez.
Todavía están húmedas las prensas del Moniteur, que publica el nombramiento de ministro de Napoleón del Duque de Otranto, cuando tanto el Emperador como su ministro ya se arrepienten secretamente de haberse vuelto a aliar. Fouché está desengañado; había esperado más. Hace tiempo que su amor propio exaltado ya no se contenta con el cargo inferior de Ministro de Policía. Lo que en 1796 suponía salvación y honor para el muerto de hambre, para el proscrito y despreciado ex jacobino Joseph Fouché, al multimillonario, al bien amado Duque de Otranto, en 1815, le parece una prebenda miserable. Con el éxito ha ido creciendo su propia estimación: sólo le atraen los grandes papeles de la escena mundial, el emocionante azar de la diplomacia europea, el continente como mesa de juego y el destino de países enteros como puesta.