Página 27 de 244
Y allí, mientras los últimos rayos del sol se apagaban, Dorian Hawkmoon descabalgó de su caballo con cuernos y esperó a que apareciera un fantasma.
El viento agitó su capa ceñida hasta el cuello. Azotó su rostro y congeló sus labios. La crin de su caballo se onduló como agua. Cortaba como un cuchillo los extensos y llanos pantanos. Y, al igual que de día los animales se aprestaban a dormir y empezaban a salir antes de anochecer, un terrible silencio cayó sobre la gran Kamarg.
Hasta el viento amainó. Las cañas ya no susurraron. Nada se movió.
Y Hawkmoon esperó.
Mucho más tarde escuchó el ruido de unos cascos de caballo sobre el húmedo suelo del pantano. Un sonido apagado: Llevó la mano hacia su cadera izquierda y preparó la espada envainada. Se había puesto la armadura, una armadura de acero que se amoldaba como un guante a su cuerpo. Se apartó el cabello de los ojos y ajustó su casco plano, tan plano como el del conde Brass. Echó la capa hacia atrás para que no estorbara sus movimientos.
Se aproximaba más de un jinete. Escuchó con suma atención. Había luna llena, pero los jinetes se acercaban desde el otro lado de las ruinas y no podía verlos. Contó. Cuatro jinetes, a juzgar por el sonido. El impostor venía con refuerzos. Era una trampa. Hawkmoon se puso a cubierto. El único refugio apropiado eran las ruinas. Avanzó con sigilo hacia ellas y gateó sobre las piedras viejas y desgastadas, hasta estar seguro de que no podía verle nadie que llegara por cualquier lado de la colina. Sólo el caballo traicionaba su presencia.
Los jinetes alcanzaron la cumbre de la colina. Divisó sus siluetas. Cabalgaban muy erguidos, con donaire y orgullo. ¿Quiénes podían ser?
Hawkmoon distinguió un destello de latón y supo que uno de los recién llegados era el falso conde. Los otros tres no llevaban armaduras características. Entonces, vieron su caballo.
Oyó la voz del conde Brass.
-¿Duque de Colonia?
Hawkmoon no contestó.
Oyó otra voz. Una voz lánguida.
-Quizá haya ido a orinar en las ruinas.
Y Hawkmoon, sobrecogido, también reconoció aquella voz.
Era la voz de Huillam D´Averc. D´Averc, que había muerto en Londra de una forma tan irónica.
Vio la figura que se acercaba, con un pañuelo en la mano, y reconoció la cara. Era D´Averc. Entonces, Hawkmoon supo, aterrorizado, quiénes eran los otros dos jinetes.
-Esperémosle. Dijo que vendría, ¿no es cierto, conde Brass?
Era Bowgentle quien había hablado.
-Sí, eso dijo.
-Pues espero que se apresure, porque este viento atraviesa incluso mi grueso pellejo.