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Entramos; y al hacerlo sentí que iba a desmayarme causa del intenso olor a aire estancado que nos recibe y que debía de ser fruto de malsanos siglos de descomposicíón. Mi anfitrión pareció no notarlo, y yo no dije nada por cortesía.
Subimos por una escalera que describía una curva, cruzamos un salón y pasamos a una habitación cuya puerta oí que cerraba con llave detrás de nosotros. Luego le vi correr las cortinas de tres ventanas cuyos cristales pequeños apenas eran visibles sobre el cielo que comenzaba a clarear; a continuación se dirigió a la chimenea, golpeó el pedernal con un eslabón, encendió dos velas de un candelabro de doce brazos y me hizo seña que hablara bajo.
A este débil resplandor descubrí que estábamos en una amplia biblioteca, bien amueblada y revestida de madera que databa del primer cuarto del siglo XVIII con espléndidos frontones en la entrada, una encantadora cornisa dórica y una chimenea con magníficos relieves, rematado con volutas y urnas. Sobre las estanterías, a lo largo de las paredes, había a intervalos retratos de familia de buena factura, todos deslustrados y sumidos en enigmática oscuridad, y con un inequívoco parecido con el hombre que ahora me indicaba una butaca junto a una graciosa mesa Chippendale. Antes de sentarse al otro lado, frente a mí, mi anfitrión se detuvo un momento como con embarazo; luego, quitándose lentamente los guantes, el sombrero y la capa, se mostró teatralmente con un traje claramente del período georgiano, desde la coleta y la chorrera del cuello, a los calzones, calzas de seda y zap con hebilla en que yo no había reparado antes. Luego, sentándose parsimoniosamente en una silla con respaldo en forma de lira, empezó a mirarme con atención.
Sin el sombrero, adquirió un aspecto de extrema vejez hasta entonces apenas visible, y me preguntó si no sería esta huella inadvertida de singular longevidad una de las causas de mi desasosiego. Cuando habló al fin, noté que su voz suave, profunda, cuidadosamente amortiguada, temblaba con cierta frecuencia; a veces me costaba seguirle, mientras le escuchaba con una sensación de asombro, y con una inconfesada alarma que me aumentaba a cada instante. -Está usted, señor -empezó a decir mi anfitrión-, ante un hombre de costumbres muy excéntricas, que no necesita disculpar su indumentaria ante una persona de su ingenio e inclinaciones. Pensando en tiempos mejores, no he tenido el menor escrúpulo en estudiar sus costumbres y en adoptar su atuendo y sus modales; capricho que no ofende a nadie si se practica sin ostentación.