La sombra del desván (Howard Phillips Lovecraft y August Derleth) Libros Clásicos

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Inmediatamente pensé en el gran interés que siempre había manifestado mi tío abuelo por la magia. Pero no: éstos no eran los habituales pentáculos, tetraedros y círculos de la brujería, sino más bien todo lo contrario.
Acerqué la lámpara a las líneas y las examiné. De cerca sólo eran rayas, sin más. Pero vistas desde el centro del desván, componían una especie de diseño desconocido que sugería otras dimensiones, según se me ocurrió pensar. Era imposible determinar cuánto tiempo llevaban allí, pero no parecía haber sido trazadas recientemente, es decir, durante los tres últimos decenios. También era posible que tuvieran un siglo.
Mientras reflexionaba sobre el significado de la extraña sombra y del diseño pintado enfrente de ella, empecé a adquirir conciencia de que en el desván se había ido produciendo como una especie de tensión. Era algo verdaderamente indescriptible, pero lo que yo sentía - qué raro hace ponerlo en palabras- es como si el desván estuviera conteniendo la respiración.
Empecé a inquietarme cada vez más, como si no fuera el desván, sino yo el que estaba siendo examinado. La llama de la mecha osciló y empezó a echar humo y la habitación entera pareció oscurecerse. Durante un momento fue como si la tierra, de pronto, se hubiera puesto a girar al revés, o algo así, y yo hubiera quedado suspendido durante un instante en el espacio exterior, antes de precipitarme en una órbita propia. Pero esta impresión fue fugaz. La tierra reanudó la regularidad de su giro, ila habitación se iluminó, la llama de la lámpara se serenó.
Salí del desván a toda prisa, casi indignamente, perseguido por todas las habladurías de mi infancia, súbitamente escapadas ahora del almacén de la memoria. Me sequé las gotitas de sudor que se me habían formado en las sienes, apagué la lámpara de un soplido e inicié, considerablemente agitado, el descenso de la escarpada escalera. Para cuando llegué a la planta baja había recuperado mi compostura. Pero ya no me resultó tan fácil dar de lado las aprensiones de mi novia con respecto a la casa en que había acordado pasar el verano.
Me enorgullezco de ser un hombre metódico. En sus momentos frívolos, Rhoda me llama «pedante», pero sólo refiriéndose, naturalmente, a mi interés por libros, escritores y cuanto en general se relaciona con la literatura. Da igual. El caso es que la verdad, dígase como se diga, no es por ello menos verdad.

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