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Pero aun aquella penitencia no carecía de encanto; era como un esplín voluptuoso lo que experimentaba, permaneciendo todo el día sin hablar, escuchando el gluglú del narguile, el rasgueo de la guitarra y el leve ruido de la fuente en los mosaicos del patio.
El narguile, el baño y el amor llenaban toda su vida. Salían poco. Algunas veces Sidi Tart´ri, y su dama a la grupa, íbanse, montados en fogosa mula, a comer granadas a un jardincito que el tarasconés había comprado por aquellos alrededores... Pero nunca, lo que se dice nunca, bajaban a la ciudad europea. Con sus zuavos siempre borrachos, sus alcázares atiborrados de oficiales y su eterno ruido de sables bajo los porches, aquella Argel le parecía insoportable y fea como un cuerpo de guardia de Occidente.
En resumidas cuentas, el tarasconés era feliz. Sobre todo, Tartarin Sancho, muy aficionado a las golosinas turcas, se declaraba eternamente satisfecho de su nueva existencia... Tartarín Quijote solía sentir algún remordimiento cada vez que pensaba en Tarascón y en las pieles prometidas... Perú aquello duraba poco, y para alejar tan tristes ideas bastábale una mirada de Baya o una cucharadita de sus endiabladas confituras aromáticas y trastornadoras como los brebajes de Circe.
El príncipe Gregory iba todas las noches a hablar un poco de Montenegro libre... Con su infatigable complacencia, aquel amable señor desempeñaba en la casa las funciones de intérprete, y aun en ocasiones las de intendente, si era preciso, y todo ello por nada, por gusto... Fuera del príncipe, Tartarín no recibía más que teurs.
Aquellos piratas de siniestras cabezas, que en otro tiempo le daban tanto miedo desde el fondo de sus negros tenduchos, ahora, después de conocerlos, le parecían buenos comerciantes, inofensivos bordadores, especieros, torneadores de tubos de pipas, gente bien educada, humildes, bromistas, discretos y puntos fuertes en los naipes. Aquellos señores iban cuatro o cinco veces por semana a pasar la velada en casa de Sidi Tart´ri, le ganaban los cuartos, le comían las golosinas, y a las diez en punto se retiraban discretamente dando gracias al Profeta.
Después que se iban, Sidi Tart´ri y su fiel esposa acababan la velada en la azotea blanca, que dominaba la ciudad. Alrededor veíanse otras mil azoteas, también blancas, tranquilas, alumbradas por la claridad de la luna, que bajaban escalonándose hasta el mar. Llegaban rasgueos de guitarra llevados por la brisa.