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Y el presidente le concede la palabra. Ahora bien: Fouché no es un cualquiera, demasiadas veces ha sonado su nombre en esta sala, todavía no han sido olvidados sus méritos, sus relatos y sus hechos. Fouché sube a la tribuna y lee un informe complicado. La Asamblea lo escucha sin interrumpirlo, sin una señal de aprobación o de desagrado. Pero al final del discurso no se mueve ni una mano. La Convención está atemorizada. Un año de guillotina ha enervado a todos estos hombres. Los que antes se entregaban a sus convicciones apasionadamente, los que se lanzaban a la lucha de palabras ruidosos, audaces y francos, no sienten ahora deseos de manifestarse. Porque el verdugo oprime con su garra en sus propias filas, como Polifemo, a veces a la izquierda, a veces a la derecha; porque la guillotina se yergue amenazante como una sombra azul detrás de sus palabras. Prefieren callar. Se esconden uno detrás de otro; atisban en todas direcciones antes de hacer un gesto. Como una niebla pesada gravita el miedo gris sobre sus caras. Y nada rebaja tanto al hombre, y particularmente a la masa, como el miedo de lo que no se ve.
Por eso, tampoco se permite esta vez una opinión. ¡No mezclarse por nada del mundo en el dominio de la Comisión, del Tribunal invisible! La justificación de Fouché no es refutada, no es aceptada, simplemente se la envía a la Comisión para su examen; es decir, que va a parar a las manos que Fouché con tanta precaución quiso evitar. Su primera batalla está perdida.
Ahora sí que a él también lo sobrecoge el miedo. Ve que se ha adelantado demasiado sin conocer el terreno, y le parece mejor una retirada rápida. Antes capitular que luchar solo contra el más poderoso. Y Fouché, arrepentido, doblega la rodilla y humilla la cabeza. Aquella misma noche va a casa de Robespierre a entrevistarse con él para rogar su perdón.
Nadie fue testigo de esta entrevista. Únicamente se conoce su desenlace. Se la puede uno imaginar por analogía con aquella visita que Barras describe en sus Memorias tan terriblemente plásticas. Antes de subir la escalera de madera de la pequeña casa burguesa de la calle SaintHonoré, donde Robespierre exhibe su virtud y su pobreza como un escaparate, Fouché tendría también que soportar el examen de los caseros que vigilan a su dios y huésped como a una presa sagrada.