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¡Lléveme el diablo si no quiero reconocer esta voz, y si comprendo por qué es éste el emisario de don Enrique!
Abrió Hernando la puerta, y Jaime el pajecillo, a quien enviaba el conde de Cangas y Tineo, entró en el aposento, manifestando bien a las claras cuánto gusto tenía en poner término al miedo que se había acrecentado en él al recorrer las escaleras oscuras y largos corredores poco alumbrados del espacioso alcázar de Madrid. Retiróse Hernando, obediente a las indicaciones de su señor, y con él el terrible alano, a cuya vista se había detenido algún tanto el azorado paje en el dintel de la puerta. No bien hubieron desaparecido los dos inoportunos testigos, cuando alzando la cabeza el caballero y alzándola el paje, entrambos a dos quedaron inmóviles dudando aún de la identidad de la persona que cada uno de ellos en frente de sí veía. Revolvía el primero en su cabeza mil ideas encontradas; dudaba si sería aquél el emisario de don Enrique, y reflexionaba si podría haber dado la señal convenida, sin saberla, por una casualidad posible, si bien no probable. En este último caso pesábale de que aquél más que otro supiese de su repentina llegada.
El paje fue el primero que volvió del estupor en que su agradable sorpresa le había puesto, y arrojándose casi en brazos de su interlocutor:
-¿Vos en Madrid? ¿Sois vos, señor Macías? -exclamó.
-¡Silencio, paje indiscreto, silencio! -dijo el caballero, separándole con extraña frialdad, que cortó la manifestación de su alborozo-. Hay más gente que nosotros en el castillo, y las paredes oyen, y oyen más que las mujeres.
-¡Ah! perdonad, señor... señor Ma... no os sé llamar de otra manera; como me daba tanto gozo pronunciar vuestro nombre, no creí que podría ser malo... Pero ya veo que habéis mudado de amigos, y no sois el que antes erais. Bien dice mi hermosa prima Elvira que no hay afecto que dure, ni hombre constante... Me voy me voy.
-Detente, paje; has hablado demasiado para no hablar más. ¿Dice eso tu prima Elvira? ¿Cuándo? ¿A quién lo dice? ¡Habla! -repuso el caballero, a quien llamaremos por su nombre de aquí en adelante, supuesto que ya nos le ha revelado el imprudente paje-; habla -repitió asiéndole fuertemente de un brazo, no pudiendo disimular la vibración de la cuerda principal de su corazón, herida fuertemente por el muchacho.